«No, no es la solución / tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi / ni apurar el arsénico de Madame Bovary / ni aguardar en los páramos de Ávila la visita / del ángel con venablo / antes de liarse el manto a la cabeza / y comenzar a actuar». ¿Qué significa ser mujer? Esta es la pregunta que se hace entre líneas Rosario Castellanos en los versos anteriormente citados y donde menciona a tres mujeres icónicas de la literatura: Ana Karenina, Madame Bovary y Teresa de Ávila. Las primeras dos son del siglo XIX, la tercera, del XVI. ¿Qué tienen en común? Son amantes de un hombre por el cual han de morir. Ana se suicidó lanzándose a las vías del tren, Bovary se envenenó, y Teresa se consumió en su deseo hacia Cristo. El pecado por el que la sociedad las juzgó fue sencillamente ser mujeres pasionales.

«Ni concluir las leyes geométricas, contando / las vigas de la celda de castigo / como lo hizo Sor Juana. No es la solución / escribir, mientras llegan las visitas, / en la sala de estar de la familia Austen / ni encerrarse en el ático / de alguna residencia de la Nueva Inglaterra / y soñar, con la Biblia de los Dickinson, / debajo de una almohada de soltera.» La cadena de rostros femeninos se extiende y Castellanos recuerda a sor Juana, ambas, portentos de la literatura mexicana. Los versos prosiguen y aparece Jane Austen, la prosista británica que ponía en duda la moral, después cita a la norteamericana Emily Dickinson, quien en unos versos cantara «Morir no duele mucho: / nos duele más la vida. / Pero el morir es cosa diferente, / tras la puerta escondida».

«Debe haber otro modo que no se llame Safo / ni Mesalina ni María Egipciaca / ni Magdalena ni Clemencia Isaura. / Otro modo de ser humano y libre. / Otro modo de ser.» La última parte de este poema reflexivo lo dedica Castellanos, en su mayoría, a los tiempos arcaicos. Safo, que como sor Juana fue conocida como la décima musa, tuvo una gran reputación como poetisa erótica griega con inclinaciones homosexuales; el hecho de que ella hubiera vivido en Lesbos fue motivo para referirse a esta atracción femenina como lesbianismo. Le bella Mesalina del imperio romano es recordada por haber poseído numerosos amantes, y María Egipciaca, de Egipto, transformó su vida cuando abandonó la prostitución para convertirse en una asceta en el desierto, llevando consigo sólo tres panes y muriendo,  casi cincuenta años después, cuando recibió la comunión. Con una vida parecida, aparece María Magdalena, prostituta, primero, y discípula de Cristo, después; los evangelios apócrifos sugieren que ella fue la esposa de Jesús y que, cuando murió, fue llevada por ángeles a su sepulcro. Por último Clemencia Isaura, poetisa francesa medieval que ideó los juegos florales, un certamen dedicado a la poesía y enlazado con la devoción de Clemencia hacia la virgen.

Este poema que hemos citado lleva por nombre “Meditación en el umbral” y puede resumirse con la pregunta que Rosario Castellanos se hace al final: ‘Debe de haber otro modo de ser humano y libre. Otro modo de ser’. Pasionales, amantes, devotas, prostitutas, sabias, sensitivas son las mujeres de estos versos, individualidades juzgadas por su sexo antes que por su ontología. ¿Qué hacer? ¿Cómo ser un otro libre cuando la cultura se empeña en condenar a aquella mujer llamada Lilith que abandonó el Edén? Quizás Rosario sabía la respuesta, pero antes de decirla al mundo una descarga eléctrica terminó con su vida en 1974.