«¡Oh dichosa edad de la despreocupación y del qué se me da a mí! Dios os la prolongue. Haced todos los disparates que se os ocurran, jóvenes, y pecad todo lo que podáis, y reíos del mundo y sus incumbencias, antes que os llegue la negra y caigáis en la horrible esclavitud del pan de cada día y de la posición social». La juventud es un regalo, bien aprovechada dota a la vejez de infinidad de consuelos, pero si se malgasta persiguiendo a la sombra en lugar de la liebre, los años de preparación para el descenso se sienten como una guillotina mellada que se atora en la nuca del sentenciado al patíbulo.
Cuánta hipocresía, cuánta falsedad, ¿qué hacer si una sociedad ha decidido vivir para la mentira? Cuando el espíritu de un pueblo se ha tornado vil no puede sino esperarse lo peor. “Danos hoy nuestro pan de cada día”, la metáfora del bien más preciado ha sido trastocada para recibirse, en su lugar, esclavitud. ¿En qué momento se torcieron los caminos? Posiblemente nunca fueron rectos. La “posición social”, cuántos individuos viven satisfaciéndose en las miradas de otros tan ciegos como ellos. Poseer dinero, las mejores telas, buenas relaciones burocráticas y una familia ejemplar. Hipocresía, pues ya lo dijo el “Eclesiastés”: «vanidad de vanidades».
¿Qué sociedad es ésta? El retrato parece familiar, muy cercano, pero no es nuestro sino de la España finisecular del XIX. La cita inicial son las palabras que Benito Pérez Galdós pone en boca de Ramón Villaamil, personaje de su novela realista “Miau”. ¿Por qué este nombre? Porque la familia de Ramón son unas mujeres farsantes que parecen gatos y son apodadas las miau. Ellas, como muchos otros de la España decimonónica, viven para aparentar, se deleitan en un espejismo que flota sobre la peste de la corrupción política. Pero Ramón es diferente, él es honrado y espera que esa virtud lo saque de la pobreza a la que lo condenó el estado por negarse a ser cómplice de la gran mentira española.
Además de su esposa, su cuñada y su hija, Ramón vive con Luisito, su sobrino, un niño inocente y bueno, pero que está enfermo, su desnutrición lo lleva hasta el desmayo y ésta lo hace tener visiones donde habla con Dios, sin embargo, el Padre Santo no es omnipotente, pues la ambición de los españoles puede más que su voluntad, por eso cuando Luisito le pide ayuda para su abuelo, Dios únicamente puede menear la cabeza y unírsele a su desazón vital.
«Ahora que veo cercano el término de mi esclavitud y mi entrada en la Gloria Eterna, la maldita suerte me va a jugar otra mala pasada. Va a resultar (sacando el arma), que este condenado instrumento falla… y me quedo vivo a medio morir… Pues la perra suerte lo arreglará de modo que siga viviendo». Ramón Villaamil lo sabe, el suicidio es la única forma de acabar con las apariencias, pero su desgracia es tal que incluso el tiro no lo va a matar. Sujeta el arma y se dispara, su cuerpo rueda por el abismo alcanzando a decir «Pues… sí». ¿Qué significa? ¿Son estas palabras las que anteceden a su extinción, o acaso quedó vivo luego del disparo? La novela no lo aclara, pero lo que Galdós observa con certeza es que aquel retrato maculado de la sociedad, podría tener el rostro del presente, pues, sin importar cuántas balas atraviesen por el cráneo de los virtuosos, la maldad seguirá aferrada al ropaje humano.