Por la misma razón que los hijos en cuyo nombre recae la responsabilidad de perpetuar: nunca logran superar las hazañas del padre.

No fue el peso, el miedo al Canelo o la falta de dedicación al entrenar; el Junior simple y sencillamente, no quiere ser boxeador.

Tampoco estar bebiendo y con chicas después de la pelea resulta un pecado cometido. El muchacho tiene razón y veremos por qué.

La idea de Julio César de continuar una dinastía de campeones a través de sus hijos, se convirtió en un esfuerzo vano, toda vez que los retoños no cuentan con la pujanza, necesidad, atributos físico-atlético-esqueléticos, amén del hambre de gloria que tuvo su padre: no se puede repetir lo irrepetible.

Ni siquiera grandes como Juan Manuel Márquez o Ricardo “Finito” López –quien se retiró invicto–, consiguieron ser considerados el mejor boxeador que ha dado México.

Son muchos los hijos de grandes púgiles que han intentado, sin conseguirlo, engrandecer aún más las glorias familiares alcanzadas por los padres: Maromerito Páez, Héctor Camacho Jr. –Floyd Mayweather Jr. es la gran excepción.

En todos los ámbitos, cobijarse bajo la sombra gloriosa del padre, ha traído más reveses que aciertos: en la lucha libre El Hijo del Santo, Blue Demon Jr., El Hijo del Perro Aguayo, sólo lograron malas copias de sus antecesores; en la actuación Julio Vega (qepd) –hijo del actor Julio Alemán—cuyo único papel relevante eran los meses de junio y julio, cuando se caracterizaba como Julio Regalado.

El Hijo de la Leyenda, apodaron a Julito. ¿Quién en este mundo con ese mote en las espaldas puede aspirar a superar las proezas de quien le precedió?

Cargar el nombre del padre, el peso de sus hazañas y más aún, superarlo en la misma profesión u oficio, es un legado poco menos que imposible (Pedro Armendáriz Jr.).

El nombre –de acuerdo con el psicoanálisis– es uno de los tres significantes que nos hacen ser –los otros dos son el género, sin meternos en las aseveraciones de Simone de Beauvoir, y el lugar que se ocupa en el árbol familiar–. De manera que llamarse igual que el padre implica aún más problemas que contestar el teléfono y siempre preguntar: ¿chico o grande? ¿papá o hijo?

El caso del hijo llamado como su padre y que además debe continuar la profesión u oficio ejercido por su progenitor, no tiene nada de sencillo; de hecho es una heroicidad que casi nadie está dispuesto a emprender y que por lo regular queda en la frustración.

Por sí, superar a los padres es un trabajo cotidiano que se realiza de manera inconsciente y que es obstruido muchas veces por los miedos que nos aquejan; casi siempre hay dos consignas: nunca superarlos por temor a quebrantar el amor y la lealtad o –en el caso de un rompimiento emocional, la muerte o la decisión de quedarse huérfanos en vida—hacer todo lo posible por rebasarlos en sus logros.

La reflexión podría llamar a la observación de qué hacemos con los hijos cuando ponemos en ellos responsabilidades o sueños que corresponden a los padres; dejar que ellos elijan lo que es mejor para sus habilidades e inteligencias –hoy tenemos esas herramientas valiosas–, es la encomienda más prometedora que podemos heredarles, pues seguramente de ese modo nos superarán exitosamente sin necesidad de intentar copias al carbón o remedos lastimosos de nosotros.

Quizá el Junior y Omar Chávez sean mucho más productivos y exitosos como empresarios, escritores o músicos.

Lo que seguramente no son, excelentes boxeadores.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

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