Sin previa consulta interna, como si eso fuese lo de menos, los dirigentes del PAN y el PRD, Ricardo Anaya y Alejandra Barrales, respectivamente, convocaron conjuntamente el fin de semana una conferencia de prensa, con el propósito de anunciar su compromiso de ir juntos (cualquiera sea la forma jurídica invocada) en la contienda electoral de 2018. En medio de una contienda electoral tan relevante como la del Estado de México, por sentido común, se antojaba un pronunciamiento de ambas fuerzas a ese respecto. De ahí que, sin lugar a dudas, más relevante que la alianza de ambas fuerzas resulta la omisión sobre los comicios mexiquenses, considerados desde ahora el laboratorio y, a la vez, el presagio de las elecciones presidenciales.

La pregunta sobre la orientación estratégica de dicha alianza flota en el aire. Y en el aroma pestilente de la posposición a 2018 radica precisamente el problema. En las nada halagüeñas prospecciones electorales de ambos dirigentes, muy probablemente, los números no les dan para satisfacer sus requerimientos. En el caso de la campaña de Josefina Vázquez Mota, el punto es que su desplome, al parecer ya irreversible, podría ser con cargo directo a las aspiraciones presidenciales de Ricardo Anaya, de tal suerte que el apetito por la alianza puede operar como un bálsamo.

En el caso del PRD, por su parte, el interés de Barrales y la coalición dirigente que le acompaña, admite matices dignos de ser tenidos en cuenta. El reclamo de líderes históricos, incluido Cuauhtémoc Cárdenas, por su divorcio con las causas de izquierda ha empezado a permear en las bases perredistas, provocando presiones de vaciamiento y de huida hacia los cauces de Morena. Obviamente, no se trata de un resultado meramente circunstancial, sino de una estrategia abiertamente impulsada por AMLO. En tal contexto, resulta entendible que el PRD quiera proteger el capital político que al parecer ha ganado a través de la candidatura de Juan Zepeda.

Hasta aquí, todo parecía muy bien. La aritmética electoral del PAN y el PRD parecía bastante razonable, pero dos pequeños detalles echaron todo a perder: el poco cuidado de las formas por parte de Anaya y Barrales y la falta de un relato creíble para dar soporte a su renuencia a poner en marcha la alianza en el Estado de México. Si esa es tan promisoria para 2018, ¿cuáles son las razones para no ponerla en práctica ya mismo?

Ya imagino las ansias de Anaya para disponer de un buen paliativo frente al panismo para su derrota en el Estado de México y las de Barrales para, de cara a sus detractores internos, capitalizar el repunte del perredismo en tierras mexiquenses.  Quizás el común denominador en ambos dirigentes sea el cálculo de que su derrota en 2017, separados o juntos, resulta a estas alturas algo inexorable, de tal suerte que lo mejor para ellos es hacer causa común para 2018.

El problema con este curso de acción, por si estos novatos dirigentes no se habían dado cuenta, es que los coloca exactamente en el lugar que AMLO los quería ver: como aliados del PRI y enemigos de Morena. En las semanas por venir, será difícil, por no decir imposible, que Josefina Vázquez sostenga la credibilidad de su retador emblema de que son los únicos que saben cómo sacar al PRI. Y similares dudas se cernirán sobre el decir de Juan Zepeda y la validez de su renuencia a declinar a favor de Delfina Gómez, a sabiendas de que tiene en sus manos la posibilidad de provocar la alternancia en el Estado de México.

La novatada de Anaya y Barrales es fácil de enunciar: como perdieron su apariencia de opositores al PRI, deben ahora lidiar con el epíteto de paleros o, como diría AMLO, miembros de la mafia del poder. Precisamente, a esta falta de recato le es directamente imputable la oleada de críticas y deslindes a la pretensión de alianza por miembros prominentes de ambos partidos. Lo que viene por delante no es tan difícil de prever. AMLO y Delfina Gómez endurecerán su discurso e intentarán ahondar en la polarización del clima de opinión. A favor de su estrategia abonarán los altísimos porcentajes de electores inciertos y de negativos que pesan sobre el PRI y su candidato, Alfredo del Mazo.

Por de pronto, en la lucha por capitalizar el descontento social y el voto de castigo, las dirigencias del PAN y enfáticamente el PRD, con su declaración de alianza, ya dieron un garrafal paso en falso. Una de las amenazas más fuertes para Delfina Gómez era que Juan Zepeda provocará la partición del voto útil de tendencia izquierdista. Hoy, esas posibilidades lucen mermadas. Quizás también en el horizonte posibilidades de la mitad del electorado que “jamás votaría por el PRI” no aparecen más estos partidos.

En sentido estricto, no sé si eso sea una buena o una mala noticia, más que una innovación, el Estado de México se está significando por su efecto desvelador de la arquitectura partidocrática del régimen político mexicano, en la que hoy anida una polaridad de alta incertidumbre: AMLO vs PRI-PAN-PRD y demás. Hasta hoy, mal que bien, amplias franjas del electorado se movían en el entendido de la competencia y la alternancia entre estos tres. Lo hecho por Barrales y Anaya es digno de mención y agradecimiento, porque enuncia una lucha abierta y sin máscaras hacia 2018.

Quizás sea ésta la última oportunidad para nuestro país de dar una sacudida al ciclo de la plutocracia y la corrupción descaradas, en el que los políticos usan sus facultades para promover el enriquecimiento indebido de los ricos y los ricos usan su dinero para patrocinar candidaturas a la espera de favores ulteriores. La moneda está en el aire. Queda por ver si terminará imponiéndose la narrativa de que AMLO es un peligro para México o la narrativa de que hay dos opciones: o el continuismo de la corrupción, por la vía de la preservación de la partidocracia; o una República de honestidad.

 

*Analista político

@franbedolla