Existe un mal sabor de boca por la calidad de los procesos electorales en México. Es una verdad irrefutable que no nos sentimos a gusto con los candidatos, las campañas, los partidos y las instituciones electorales.

Cada vez son más personas que vemos con preocupación cómo pasa una tras otra elección y los temas siguen siendo los mismos. Aquellos que se quejan de fraude, otros que ganan manipulando voluntades, autoridades electorales cuestionadas, encuestas que no son capaces de medir los resultados (o que obedecen a intereses específicos), personajes que viven de hacer campaña, etc.

Esta realidad alimenta el mal humor social que prevalece en estos tiempos. Porque lo más complicado – al parecer – es que los políticos no están muy interesados en cambiar las cosas. Ellos están ocupados en otros menesteres y dentro de sus apuestas pensarán que la gente pronto encontrará resignación en otros temas de mayor o menor envergadura.

Bajo este esquema, por desgracia, transcurrieron las elecciones del pasado domingo en cuatro entidades federativas. Lo que se vimos los ciudadanos es que se repitió el mismo guion antes descrito.

Ahora bien, mirando hacia enfrente la pregunta obligada es ¿qué sigue? Y la respuesta también es muy similar a lo que hemos vivido antes. Vendrán los acuerdos y acomodos por hacer que el presupuesto destinado a obra pública, educación, salud, seguridad pública, cultura; entre otros, sufra mermas considerables para pagar favores y beneficiar a los grupos que financiaron las campañas. En suma, los ganadores de los comicios llegan atados de manos porque las campañas en México son ferias de patrocinadores que cobran con creces sus servicios.

Por otro lado, es de llamar la atención que este país gaste tanto dinero en una estructura burocrática especializada en organizar (INE y organismos locales electorales: OPLES), vigilar (FEPADE) y calificar (TEPJF, Salas Regionales y Tribunales locales) las elecciones sin generar la suficiente confianza en los ciudadanos.

Además de lo anterior, hay que hacer énfasis en que un sector de la misma sociedad ya se acostumbró – por comodidad, necesidad o ignorancia – a ser parte de la maquinaria electoral. Esto es, hay personas que con inusitada naturalidad están dispuestas a vender (cada vez más caro, por cierto) su voto. Y lo hace a través de un sencillo razonamiento: de tener un beneficio económico. Ese ejército de personas que venden su voluntad está incrementando y lo hace a costa de partidos políticos que cada vez gastan más recursos para ese fin.

Es decir, desde las entrañas del sistema (político, social, electoral) se alimentan legiones de personas que obedecen a una lógica de mercado, de oferta y demanda, que subastan al mejor postor su voto que en teoría no tiene un valor monetario.

Es hora de plantearse seriamente algunas alternativas para que las elecciones sean otra cosa. Otra muy distinta a la que son actualmente. Nadie se puede decir ganador de los comicios que acaban de pasar.

El sabor de boca es amargo porque no estamos avanzando en un entendido democrático que nos permita una convivencia armónica. Por el contrario, se están creando vicios y costumbres muy difíciles de erradicar. Lo cual viene en detrimento de un país que busca  mejores escenarios políticos para enfrentar su compleja realidad social.

 

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