Como sentencia un conocido adagio popular, este arroz priista ya se coció. Desde la perspectiva del mandamás de esta franquicia etiquetada como partido político, funcional como agencia “cuatista” y “cuotista” de colocaciones e inoperante como constructora de gobernanza democrática y bienestar público, resultó todo un éxito la estrategia de sujeción disciplinaria de sus opositores internos, defensores de la ortodoxia de los candados y la consigna ortodoxa de un PRI para los priistas.

Concluida la asamblea nacional priista, el balance es contundente: avasalló la estrategia de remasterización del dedazo presidencial. Resta por ver si la resultante de esta pretensión de regresión autoritaria será un clima de disciplina activa; o, por el contrario, si las huestes insatisfechas optarán por una oposición soterrada a los designios de EPN, tipo brazos caídos, o incluso por una rebelión abierta. Y es que, pragmáticamente hablando, razones no les faltan a las voces inconformes del PRI para estar molestos con la gestión del grupo Atlacomulco, no sólo porque por su estilo de reparto poco generoso y nada incluyente de otras facciones regionales, sino también por el saldo de desprecio social que ha provocado, que tiene hoy al PRI en un lejano tercer lugar de las preferencias electorales y al borde de otra derrota.

Prospecciones aparte, la lógica estratégica de EPN apunta en dirección de abanderar un candidato socialmente presentable o al menos no tan impresentable (léase: menos corrupto), cuál es la marca de la casa, en el entendido de que sus chances de ganar están en función inversamente proporcional a su cercanía con los modos y los vicios priistas. En este sentido, de entrada, un candidato no-priista revela mayor atractivo y potencial que uno de casa. Más aún, la fascinación extrema se colmaría en caso de concretar una candidatura apartidista, el corte independiente o ciudadana, capaz de capitalizar el hartazgo cívico y competir por esa franja electoral con el candidato puntero, AMLO.

Inteligentes como son, pese a lo que indica su poco oficio para depredar con mayor sigilo las arcas nacionales, entienden que una candidatura “ciudadana” resulta socialmente poco creíble con las siglas del PRI. Aun así, un perfil como el de José Antonio Meade, tecnócrata, inteligente y, al parecer, sin cola que le pisen, resulta mucho mejor que dejar vacía la cancha del descontento. Sin demérito de lo anterior, la apuesta fuerte de EPN se endereza hacia la construcción de una alianza de facto entre las fuerzas de la derecha electoral, cuyo incentivo de articulación más poderoso es evitar el triunfo de AMLO y sus implicaciones rupturistas.

Tal movida, de entrada, reposiciona al PRI en la contienda electoral que está por empezar. Simplemente, para abrir ya tiene una carta fuerte que ofrecer y está sobre la mesa: José Antonio Meade, un funcionario impulsado originalmente por los gobiernos panistas, pero que ha transitado exitosamente en las alternancias.   Precisamente, he aquí quizás el guiño más poderoso que podía lanzar el PRI a la derecha empresarial pudiente, más cercana en la actualidad al PAN, con la cual comparten las fobias en contra de AMLO.

 

En los próximos cien días, se verá el resultado de la apertura priista a las candidaturas externas. Poco lugar hay a la duda de que el PRI parece haberle encontrado la cuadratura a su círculo. Si no es José Antonio Meade el indicado para coagular una alianza de la derecha y las condiciones son favorables para ello, el PRI está listo y presto para abanderar una candidatura de similar calado, a propuesta de su socio estructural, el PAN. En un escenario de tal naturaleza, Rafael Moreno Valle, un político de extracción priista que ha visto sus mejores días bajo las siglas del PAN parece no bailar tan mal estas rancheras.

Con todo, a estas alturas del partido, las dinámicas internas de polarización y guerra sucia entre los propios partidos de la derecha electoral (el PRI, el PAN y el PRD) podrían significar un obstáculo insalvable a la conformación de un frente o coalición electoral de facto fuerte y homogénea. Se ve difícil que Margarita Zavala o Ricardo Anaya estén dispuestos a deponer sus aspiraciones, sobre todo si el beneficiado es un candidato promovido ajeno al partido e impulsado por el PRI. Si ese fuese el caso, estamos ante el escenario inminente de una descomposición abrupta de los partidos que han monopolizado el poder político en las tres últimas décadas.

Siendo considerables las posibilidades de ruptura dentro del PRI y el PAN y siendo todavía mayores las probabilidades de un desmembramiento irreversible en el PRD, una interrogante ciertamente especulativa, y no por ello poco relevante, es ¿cómo afectarían las fracturas de los partidos el desenlace electoral?

Paradojas de la historia. El escenario de 2018 ofrece indicios de que estaría por producirse un viraje de 180 grados en una de las condiciones que mayormente ha incidido, tranzas y marrullerías aparte, en las derrotas de la izquierda electoral en los comicios presidenciales de 1988, 2006 y 2012: la fragmentación interna. Lo que hasta hace unos meses parecía ser el hándicap en contra más fuerte de AMLO era el viraje hacia la derecha de la dirigencia perredista emblematizado por su participación en el Pacto por México. Hoy el desfondamiento por arriba y por abajo del PRD parece no dejar lugar a dudas sobre las tendencias centrípetas en torno a Morena.

Con independencia de los reacomodos que estarían por producirse, todo indica que las elecciones de 2018 se desahogarán en un escenario polarizado, que coloca como nunca antes frente a frente a la partidocracia, sea unida o fragmentada, impulsora del arreglo de corrupción, impunidad y atraso que hoy padecemos; y a la izquierda electoral, cuyos alcances y potencialidades entrañan hoy más misterios que certezas. Para quienes estamos más interesados en el juego democrático que en el resultado, lo bueno sería contar con un andamiaje y autoridades electorales legítimas y confiables, que hicieran valer la ecuación normativa de elecciones justas y libres, sin importar quien ganara. Como no hay tal, avanzamos hacia un escenario en el cual la estabilidad del país depende más del tamaño de la distancia entre la primera y la segunda fuerza que de la calidad de la organización comicial. Ojalá los comentócratas de siempre se hicieran cargo de esta triste realidad antes de estimar la conveniencia de la segunda vuelta. Al tiempo.

*Analista político

@franbedolla