Las fuerzas de seguridad catalanas han abatido este lunes al conductor de la furgoneta, identificado como Younes Abouyaaqoub, que perpetró el ataque terrorista en Las Ramblas de Barcelona donde han muerto, según un último reporte oficial, quince inocentes personas.

No hay duda, ya, que los arremetidas terroristas contra las principales ciudades en el Occidente era solo cuestión de tiempo pues las masacres desatadas contra comunidades cristianas en ciudades de Siria e Irak desde que se proclamó la creación de un califato, muestran que el calculado extremismo se ha trasladado al corazón mismo de la Europa católica.

A entender de algunos analistas, en el territorio de Cataluña -donde se halla la ciudad objeto del atentado- cuenta con una de las colectividades musulmanas más importantes de España y donde existirían grupos radicales magrebíes (pro-cedentes del Norte de África) bien conectados con el Estado Islámico o el Al-Qaeda que permitiría reclutar a huestes del terrorismo yihadista.

Claro está que el fundamentalismo de estos extremistas es provocar el sectarismo y la intolerancia contra el pueblo musulmán que se encuentre en Europa y profundizar sus antagonismos con el Occidente; pero la cuestión es el por qué se escogió la ciudad de Barcelona y, en especial, Las Ramblas como objetivo del ataque que, al igual con lo sucedido en la ciudad de Niza el año pasado durante las celebraciones de la fiesta nacional de Francia y la arremetida sobre el Puente de Londres tan sólo hace unos meses, pareciera dirigirse a la publicidad del terrorismo valiéndose que es una de las principales arterias de esa localidad donde acuden muchísimos turistas.

El propósito de esta publicidad del yihadismo de dar a conocer la supuesta actitud de inmolación de sus adictos, así como celebrar aquellas acciones violentas e informar de las muertes de los responsables de cada uno de los ataques, es enaltecer el ininteligible rol de mártir de cada uno de ellos con el fin de expandir sus acciones y su enfermiza ideología; de manera que los medios –especialmente cibernéticos- se han convertido en los extraordinarios vehículos de promoción del extremismo.

Aunque varias organizaciones especializadas de Europa y de los Estados Unidos de Norteamérica vienen alertando, desde hace varios años, sobre este fenómeno propagandístico a través de las redes sociales, el bloqueo de la promoción al terrorismo no ha tenido acertados resultados –entre otros aspectos- por la renuencia de las empresas de internet a una probable censura de la libertad de expresión e información.

Nos encontramos, entonces, en un punto de inflexión que debemos revisar in-mediatamente: ¿cuál es el mayor derecho humano que la sociedad debe proteger? ¿Es más importante la divulgación de una acción de un supuesto “mártir” o crear sistemas de bloqueos informativos? El debate que se propone –ahora- no es una cuestión menor pues aquellas libertades tan inherentes a las sociedades democráticas frente a la seguridad del ciudadano común en el Occidente católico están puestas en evidente riesgo.

 

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