La desmemoria es un defecto terrible que la coalición gobernante se empecina en hacer pasar como virtud. No encuentro un epílogo mejor para la aprobación de la Ley de Seguridad Interior avalada por el PRI, el PVEM, el PANAL y una parte del PAN. Confieso que mis límites para imaginar y prever la perversidad partidocrática casi se agotan.

Hacia 2006, cuando abundaban los indicios del crecimiento progresivo del crimen organizado y sus multimillonarios negocios en nuestro país, arrancó la así llamada “guerra contra el narcotráfico”, la más desafortunada, cruenta e inútil de las políticas gubernamentales de los últimos 10 años.

En ese entonces, ante la ostensible debilidad de los cuerpos de seguridad federales, estatales y municipales, una política de combate frontal violento, como la elegida, no podía sino implementarse con la participación protagónica del ejército y la marina.

Comenzó así un capítulo cruento, hasta hoy abierto, de intervención inconstitucional de las fuerzas armadas en cuestiones de competencia estrictamente civil y a altos costos en materia de violaciones sistemáticas de los derechos humanos.

¿Podría ser de otra manera? En opinión de los altos mandos castrenses, no. Como lo han reconocido públicamente y lo avalan los índices de letalidad en sus intervenciones, su preparación es para la guerra, no para la persecución de criminales. En tales circunstancias, exigir a las tropas mexicanas un comportamiento ajustado a los cánones civilizatorios de los derechos humanos es punto menos que una necedad.

A ojos vistas del inconveniente de basar esta política en el papel de las fuerzas castrenses, un mínimo de prudencia al avance de los primeros años hubiese bastado al gobierno panista para poner en marcha un proyecto de profesionalización de los cuerpos policíacos, con miras a la retirada paulatina de las corporaciones castrenses.

Pese a que hacia el final del sexenio pasado los momios de la política de combate al narcotráfico eran bastante pobres y de que la mayor parte de las voces resaltaban las consecuencias perversas, el actual régimen priista optó por darle continuidad, con las consecuencias consabidas de la elevación brutal del número de muertos y las violaciones a los derechos humanos.

Peor aún, a sabiendas de que los cuerpos policíacos no tienen la capacidad suficiente para enfrentar a las bandas del crimen organizado, en lugar de avanzar en una política de profesionalización de las corporaciones civiles, optó por ahondar en la estrategia de violencia frontal, con cargo al incremento de la participación de los cuerpos castrenses.

Hoy, a casi dos sexenios de negligencia, estamos en el peor momento. La gobernabilidad de varias entidades federativas es absolutamente dependiente de la participación del ejército y la marina. Los altos mandos castrenses, ante tal escenario, presionaron con todo para constitucionalizar su injerencia cotidiana en el combate a la delincuencia.

Es el caso de que, en la Ley de Seguridad Interior, ya aprobada por la Cámara de Diputados, volvieron a encontrarse el PAN, los artífices originales, y el PRI, los continuadores del desaguisado.

Su argumentación, que los pinta a ambos de cuerpo entero, resulta absolutamente tramposa e irresponsable. Hoy, ciertamente, las condiciones no están dadas para retirar de las calles a las fuerzas castrenses. Peor aún, sería irresponsable sostener cualquier exigencia en tal dirección.

De ahí a aprobar una Ley de Seguridad Interior que sienta un margen de discrecionalidad pasmoso para que las fuerzas castrenses interpreten como quieran las causas de fuerza mayor para intervenir en las amenazas que ellas perciban hay una distancia enorme.

En las argumentaciones públicas expuestas por los diputados que aprobaron esta Ley no apareció ni por asomo una autocrítica a las cosas que los poderes públicos dejaron de hacer en este lapso, para evitar llegar a una situación como en la que actualmente nos encontramos.

En el cuerpo de la ley, tampoco se contemplan las medidas para hacer de esta mala política una cuestión selectiva y temporal. Así, quiérase o no, la coalición “prianista” estableció la condena a la sociedad mexicana a una situación de riesgo perenne de incurrir en el Estado de excepción.

En los tiempos en que la comparativa entre las buenas prácticas de gobierno se ha convertido en costumbre, a los legisladores mexicanos no les importó ir en contra de la evidencia palmaria de que no ha habido caso alguno en el planeta en que haya resultado exitoso un modelo de intervención como el contemplado en la Ley de Seguridad Interior.

Aun así, en la práctica extrema de la desmemoria, los diputados que ya se van no tuvieron empacho en hipotecar el futuro nacional. En su rancia lógica y su estrecha visión, ahora pretenden sacar provecho de sus omisiones históricas y hacerlas pasar como actos de la máxima responsabilidad con el país.

Su perversidad, como es evidente, no tiene límites. Ya el caldo nos salió más caro que las albóndigas. Me pregunto, pues, si este es el camino que nos lleva a encumbrarnos como potencia mundial y el mejor país para vivir y para invertir. ¿Tendrá alguna respuesta el señor Meade para un público que no gusta de las matracas?

*analista político

@franbedolla