“Me encanta leer y escribir”, dijo Aguilar, de 61 años. “Poesía, prosa, lo que sea. No puedo dormirme sin que estén mis libros aquí al lado”. Entre sus favoritos menciona Los miserables, Lolita y las obras de Pablo Neruda y de Tolstoi.
Pero ella misma podría llenar todo un libro con sus experiencias, pues su vida ha sido todo menos ordinaria. Y Casa Xochiquetzal no es cualquier hogar: es un albergue para trabajadoras sexuales retiradas o semijubiladas.
Nombrada en honor a la diosa azteca del amor sexual y de la belleza, la casa abrió sus puertas en 2006 después de que Carmen Muñoz, quien fuera trabajadora sexual, encontró a algunas de sus antiguas compañeras durmiendo en camas improvisadas hechas de cartón en la zona de La Merced, un “barrio rojo” en el centro de Ciudad de México. Las mujeres, después de una vida de trabajar en las calles, estaban solas sin tener a dónde ir.
Muñoz las acogió con apoyo de algunos aliados: un grupo de feministas mexicanas ofreció ayudar y con dinero tanto privado como público, y un edificio provisto gratis por el gobierno de Ciudad de México, fundaron Casa Xochiquetzal, un refugio para que las mujeres que dejaran las calles pudieran vivir con dignidad.
“Es un hecho recurrente que familiares, hasta los hijos, las abandonan, e incluso las lastiman, cuando descubren que son trabajadoras sexuales”, dijo Jésica Vargas González, la directora del albergue. “Todavía es una profesión muy estigmatizada”.
No es fácil encontrar la casa: está escondida entre un laberinto de puestos callejeros. Las puertas gigantes de madera de la entrada usualmente están cerradas. “Solo se permiten visitas con cita previa por correo”, dice un cartel a la entrada.
Durante una visita reciente, una de las residentes, que pidió que la llamara Sol, gritó desde el patio en el primer piso hacia el balcón de la segunda planta: “¡Ya está el desayuno!”.
En la actualidad hay dieciséis residentes, con edades que van desde los 53 a los 87 años, y cada una es responsable de cocinar su propia comida y de limpiar tanto sus habitaciones como las áreas comunes. Se atienen a un programa diario con actividades obligatorias, aunque la manera en la que cada una hace el trabajo establecido a veces las lleva a pelearse.
“A mí me gusta todo tan limpio que brilla”, dijo Rosa Belén Calderón Velázquez, de 68 años, quien siempre parecía estar o trapeando algún piso o con plumero en mano. “Mi madre me decía: ‘O lo haces bien o no lo haces’”, dijo con una expresión de fastidio.
Las residentes también deben participar en dos talleres diarios de artes y cocina. Hay una sola televisión, en el patio, y solo la prenden después de las 18:00; hay un calendario con los turnos de a quién le toca el control remoto. No se permite ningún tipo de drogas en la casa.
En ocasiones se alberga temporalmente a mujeres que no son sexoservidoras jubiladas; usualmente se trata de mujeres sin casa que fueron víctimas de abuso. Todas las residentes reciben tratamiento médico y psicológico.
“Son mujeres que necesitan mucho amor, que se sienten muy solas”, dijo Karla Romero Téllez, la psicóloga de 29 años que es voluntaria en el albergue. “Pero son muy fuertes. Son sobrevivientes. Eso es lo que las define”.
La violencia y el abuso, los daños y las pérdidas: esos son los hilos que entrelazan todas las historias de las residentes de la casa. María Norma Ruiz Sánchez, de 65 años, fue violada a los 9 cuando iba caminando de regreso a su casa de la escuela en el estado de Jalisco. Todavía se nota la cicatriz en su pierna izquierda de cuando le quitaron a la fuerza el uniforme.
Huyó de casa a los 14 años para escapar de un hermano abusivo. Un camionero la llevó hasta San Francisco, donde pasó su cumpleaños 15 sola en una habitación rentada comiendo pollo y tomando cerveza.
Poco tiempo después regresó a México. A los 16, tuvo al primero de sus cuatro hijos. Trabajó en el campo, fue dueña de un cabaret, en algún momento fue luchadora profesional y tuvo muchos amantes pero un solo amor. Intentó suicidarse en cuatro ocasiones; la última vez fue en una habitación de hotel en el Bar Nebraska, en las afueras de Guadalajara.
A veces, Sánchez todavía va a su “oficina”, como le llama; es un parque en la estación del metro Hidalgo donde se mezclan los clientes nuevos con las memorias viejas. “Estoy muy cansada, me duele todo”, dijo. “Hago bromas sobre mi vida para llevar el día a día, pero mi tristeza no tiene fin”.
Hacia la tarde el sol invernal se asomó por las ventanas y una agradable luz amarillenta hizo resplandecer el patio. Había mucho silencio. Las paredes gruesas filtraban el sonido de los puestos de afuera. Y las residentes, tan familiarizadas con el movimiento frenético y abrumador de las calles que las rodean, ahora veían la vida de esas mismas calles a la distancia, por fuera de las ventanas altas de la casa.
Aguilar trabaja del otro lado de la calle, en una tienda de muñecas. No le gusta hablar sobre su pasado y cada vez que empieza a intentar contar su historia no puede aguantar el llanto. Mejor recitó parte de un poema que ella misma escribió:
Soy yo quien te ama.
Soy yo quien escucha cuando estás triste.
Soy yo quien te consuela en las noches de dolor.
Soy yo quien te da calor cuando tienes frío.
Y aun cuando me ignoras,
Siempre estaré ahí para ti.