La extracción ilegal de combustibles, mejor conocida como huachicol, constituye una de las industrias de mayor tamaño y rentabilidad en la economía nacional. Según cálculos recientes, su volumen de operación ronda anualmente los 60 mil millones de pesos.

Un negocio de tal magnitud no se forma de la noche a la mañana. Extraer millones de litros de combustible, sea a través de la ordeña de ductos o de la entrega disimulada en los propios centros de distribución en tierra y mar de la paraestatal, requiere una logística más o menos sofisticada, que reclama el papel protagónico de la alta burocracia de Pemex y la complacencia de las elites gubernamentales en turno.

Requiere, además, una red muy bien articulada de distribución y, por cierto, una cartera gruesa de consumidores dispuestos a beneficiarse de los ahorros derivados del mercado negro. Investigaciones que hasta ahora no han sido dadas a conocer señalan a empresas prestigiadas en la lista de consumidores de huachicol.

Desde cualquier perspectiva que quiera mirársele, es evidente que la industria del huachicol emergió y se vigorizó a la vista y con la complacencia de los responsables de la paraestatal, la burocracia de cuello blanco,  y los miembros prominentes de la clase política en turno.

Teniendo en consideración los indicios de que el robo de combustibles comenzó a hacerse notorio a principios del presente siglo y la certeza de que el patrón de inacción fue la constante al paso de siete directores generales de Pemex durante tres sexenios, la pregunta obligada es, ¿cuáles son las condiciones que hicieron posible la supervivencia transexenal del negocio del huachicol?

En primera instancia, si de revisar el lapso de los tres sexenios concluidos en el presente siglo se trata, es pertinente echar la mirada al escollo que pudo haber significado la alternancia del PAN al PRI en 2012, pero que trasmutó en una continuidad tersa de la industria del huachicol.

Es muy probable que EPN tuvo siempre claridad sobre las prácticas de depredación en ascenso que pesaban sobre Pemex, pero que, en vistas de su prioridad por  la reforma energética, optó por hacerse de la vista gorda, preservar su alianza con el PAN y el PRD, y de paso aprovechar en beneficio propio las oportunidades lucrativas.

Igualmente probable resulta que los gobiernos locales y municipales por cuyos subsuelos fluyen los principales ductos, con igual claridad sobre las oportunidades lucrativas, optaron por sumarse al negocio y exigir sus dividendos. A final de cuentas, sin la complacencia de las autoridades locales, la extracción y el mercadeo de los combustibles difícilmente se sostendría y podría prosperar como lo hizo.

Un negocio anual de 60 mil millones de pesos, cierto, da para amasar fortunas personales. Quizás en los días subsecuentes sus nombres comiencen a alimentar la vorágine de escándalos.

Más relevante que ello, sin embargo, son las conexiones posibles y probables de este negocio millonario con el financiamiento de las elecciones locales y federales. Si el cálculo histórico promedio de la bolsa de financiamiento público a los partidos políticos nacionales en año electoral gira en torno a los 10 mil millones de pesos, se colige que con ese dinero podrían financiarse seis comicios federales.

¿Qué proporción de ese dinero fluyó hacia las campañas locales y federales en los últimos 18 años? He aquí una pregunta obligada y con poca probabilidad de ser contestada.

Como se sabe, los mecanismos de fiscalización legalmente vigentes empleados por el INE y los institutos electorales locales se basan en los registros de ingresos y egresos documentables (transferencias electrónicas bancarizadas y emisión de facturas, principalmente).

En tales circunstancias, sería pecar de ingenuidad el suponer que los organismos electorales podrían detectar los flujos de dinero en efectivo provenientes del mercado negro de los combustibles hacia las campañas, porque seguramente ha fluido en efectivo.

Con los indicios señalados en mente, campea en el aire la hipótesis de que el huachicol; o, mejor dicho, el acceso a sus dividendos, ha sido una pieza clave en el reclutamiento de los ocupantes de los cargos de representación política en la era de las alternancias políticas.

Para nadie es un secreto que, en promedio y de manera ostensible, los gastos de campaña de los partidos políticos rebasaban los topes establecidos por las autoridades electorales. Y, de igual modo, es evidente que el patrón de acceso a los cargos populares operó virtualmente como monopolio de unas cuantas familias de los estratos superiores.

Un arreglo de esta naturaleza, cabría tener en cuenta, presupone como condición de posibilidad necesaria la existencia de sintonías diversas entre autoridades hacendarias, autoridades electorales y crimen organizado.

He aquí que la batalla en contra del huachicol dista de ser común y corriente, porque toca las fibras más sensibles del régimen plutocrático y de la alianza partidocrática. No está de más precisar que en ella va de por medio el capital político de Morena y el futuro de la Cuarta Transformación.

Si aspiramos a concretar el sueño democrático y del Estado de Derecho más vale no echar en saco roto las falencias de los organismos constitucionales autónomos  y entrar al debate sobre las opciones de reconstituirlos para hacerlos funcionales al interés público.

 

*Analista político

* Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo