Tan cerca de la política y tan lejos de los educando, su supuesta razón de ser. Parafraseando el refrán sobre nuestra vecindad con los Estados Unidos, he aquí una cuestión a considerar para entender el drama histórico de nuestro sistema educativo nacional.

La cercanía de la política con la educación, por cierto, dista mucho de ser accidental, pues encuentra su principal anclaje en el Artículo 3º  constitucional, que mandata a los gobiernos a impartir la educación obligatoria, siempre atendiendo al cumplimiento del principio de gratuidad.

A estas alturas del partido, y atendiendo a las señales inequívocas de que, en la comparativa con los sistemas educativos de la OCDE, el nuestro sale muy mal parado en lo que concierne al grado de aprovechamiento de los aprendizajes básicos, el español y las matemáticas, por ejemplo, quizás sea tiempo de plantearnos dilemas desafiantes e impulsar debates abiertos sobre las opciones de mejora a nuestro alcance.

De entre los primeros dilemas a considerar, uno digno de ser tenido en cuenta podría ser el siguiente: ¿cuál sería tu postura si estuvieses en la disyuntiva de preservar la obligación del gobierno como impartidor de educación o preservar el principio de gratuidad de la educación obligatoria? 

Dicha pregunta, quizás por dolorosa, revela mayor potencial de utilidad. Formados como estamos en la creencia de que es indisoluble la ecuación de la gratuidad educativa y la impartición por parte del gobierno, mostramos una aversión marcada y  espontánea a tener en cuenta alternativas educativas que desbordan los moldes tradicionales.

Ala luz de la información sobre la relevancia estratégica del sistema escolar en el desarrollo individual y colectivo, en modo alguno resulta desdeñable colocar la gratuidad de la educación obligatoria por encima de la obligación del gobierno como educador directo.

Y así llegamos nuevamente al punto de partida: la insana cercanía de la escuela con la política. De ahí la importancia de otro ejercicio dilemático: ¿cuál sería su postura en la encrucijada de dar preferencia al papel de rector del gobierno, garante de los planes y programas de estudio, o dar preferencia a su papel de impartidor, es decir, gestor público de las escuelas y patrón magisterial?

Tal disyuntiva, justo es reconocer, no precisamente flota en el aire. El diseño constitucional de nuestro sistema educativo prohijó la organización sindical de mayor tamaño y capacidad de injerencia en la gestión educativa de América Latina en su conjunto.  

Naturalmente, no está aquí a debate el derecho a la sindicalización  y la valía histórica de los sindicatos libres y autónomos como factor de diálogo y construcción de equilibrios. En cambio, está a discusión la compatibilidad en nuestro diseño entre el cumplimiento de las funciones educativas y el cumplimiento de las funciones patronales del gobierno.

A propósito de la tensión entre ambas funciones, nada más ilustrativo que lo acontecido en el sexenio anterior en relación a la implementación del modelo de evaluación del desempeño de los maestros con repercusiones en la conservación o no del empleo.

Más allá de las connotaciones e intereses políticos en juego, en punto es que, desde el criterio de idoneidad académica, es preferible una opción con incentivos de profesionalización fuertes que una opción con incentivos laxos.

Al margen de lo anterior, una cuestión insoslayable de ser analizada son los vasos comunicantes que se tejieron y profundizaron en la historia reciente entre la cúpulas magisteriales y las elites político-gubernamentales, basadas en el intercambio de servicios electorales y prebendas financieras.

Todo lo anterior viene a cuento por el desencuentro que hoy se vive entre la dirigencia de la CNTE, principal aunque no exclusivamente, y los diputados de la actual legislatura a propósito del dictamen de la iniciativa para la reforma educativa.

De ser cierto el decir de los diputados Mario Delgado y Gerardo Fernández Noroña, en el sentido de que el dictamen vigente o el que está en proceso de reelaboración retoman las expectativas más sensibles y que las movilizaciones son producto del desconocimiento del contenido de dichos documentos por parte del magisterio, cobra vigor la percepción de que estamos frente a un episodio más de la disputa por el control del sistema educativo y, dicho sea de paso, de una porción significativa  del presupuesto federal .

En tal contexto, no parece ser una buena noticia para el futuro del sistema escolar el potencial de movilización y amenazas desplegado por las huestes sindicales a la hora de cerrar los accesos a la sede de la Cámara de Diputados, sobre todo porque ello ocurre al margen de una disputa entre proyectos educativos y parece enfilarse hacia una disputa política y laboral.

¿Podría ser de otro modo? Casi seguramente, la respuesta es no. El diseño constitucional vigente prohíja la politización del sistema escolar y genera un esquema de incentivos perversos. Las élites magisteriales lo entienden a la perfección y, puede darse por descontado, que están dispuestas a sacar el máximo provecho.

El tiempo de repensar a fondo el modelo educativo para el país que queremos forjar, sin lugar a dudas, hace rato que nos alcanzó. Una de las ideas-fuerza más llamativas del discurso oficial reciente, quizás actual, es colocar en el centro al alumno. Huelgan las explicaciones de por qué. Otro asunto pasa por la asunción de que la despolitización de la gestión educativa es, quizás, su condición de posibilidad necesaria.

*Analista político

*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo.