Se supone que el acoso es una especie de coerción para obligar a alguien a hacer algo que no quiere o no pretende hacer; casi siempre quien presiona  ejerce el poder, ya sea una autoridad, una persona mayor que la otra, o más robusta o más fuerte o más atrevida o más rica o más deseosa o más poderosa.

Así, vemos que un hombre de mayor rango hostiga a otro de nivel inferior; que un hombre se aprovecha de su fuerza para someter a una mujer; que una mujer acosa a otra porque es superior en poder económico; mientras que una profesora se aprovecha de un alumno a cambio canonjías en sus calificaciones; un coronel domina a un sargento por ostentar más estrellas en su rango; mientras que un sacerdote abusa del monaguillo por detentar  un cargo eclesiástico.

El mundo del espectáculo nos muestra desde hace algunos meses que el acoso es moneda de cambio entre directores, conductores de programas, actrices y actores, técncos y escritores y que desde hace muchos años ocurrieron abusos que apenas recientemente salen a la luz.

El acoso se ejerce de diferentes maneras y en distintas actividades, pero lo que se ha sabido últimamente llama enormemente la atención. Hace un mes unas 93 mujeres acusaron a Harvey Weinstein, el magnate cinematográfico, de abusos sexuales cometidos entre 1980 y 2015. Ashley Judd, Rose McGowan, Asia Argento, Rosana Arquette, Gwyneth Paltrow, Angelina Jolie y la francesa Léa Seydoux y otras siete actrices afirmaron haber sido violadas por el productor.

Kevin Spacey fue acusado por un actor de haberlo acosado cuando tenía 14 años y a partir de allí  se sumaron diversos señalamientos por el tipo de comportamiento del intérprete principal de la serie House of Cards, a quien se califica de depredador sexual.

Unas 38 mujeres acusaron al director y guionista James Toback de acoso y relaciones sexuales no consentidas a lo largo de varias décadas. De conducta inapropiada han sido señalados Dustin Hoffman, Bill Cosby y apenas ayer Steven Seagal.

La mayoría de estos personajes se aprovecharon de su calidad de estrellas y de la fama de que  gozaban cuando pretendieron o lograron sobrepasarse con sus compañeras o compañeros de trabajo.

Ante ello han surgido las preguntas sobre por qué no denunciaron antes y por qué esperaron tantos años para señalar los hechos cometidos por esos hombres.

Las respuestas pueden estar en la evolución que han experimentado las sociedades occidentales y en el hecho de que acciones y actitudes que antes se veían como normales o naturales ahora se observan de diferente manera y se tachan de abusos o violaciones.

Imaginemos qué reacción podrían tener una o un joven que en sus prácticas profesionales  sufren tocamiento por parte de la persona con quien deben realizar sus labores. Sin duda que experimentarán incomodidad, vergüenza y enojo por decir lo menos, pero seguramente guardarán silencio porque nadie (ni su familia, ni sus profesores, ni el personal de la dependencia u oficina donde presenta su servicio social) les advirtieron que eso era posible y que estaban en su derecho de denunciar el acoso,  además de indicarles dónde lo deberían hacer.

Previo a escribir estas líneas pregunté a tres mujeres si habían sufrido acuso alguna vez en sus vida y dos de ellas respondieron afirmativamente y revelaron que fue en la adolescencia y no lo hicieron saber en sus hogares porque pensaron que las responsabilizarían de haber provocado dicha situación.

Lo que se debe  esperar con la  práctica de exhibir el acoso es que se vaya un paso más adelante y se denuncie legalmente y que el ejemplo cunda hacia los sectores militar, religioso, educativo, político, y burocrático, entre otros, para que se actué contra las y los depredadores, de tal suerte que esta conducta sea castigada como se hace con un desvío de recursos, un robo o cualquier otro tipo de delito.

 

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