Que informara Coneval hace unos días que en 2017 más de la mitad de los hidalguenses, y mexicanos en general, no pudieron adquirir la Canasta Básica por la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, a causa de una inflación que vino a sumar 6.77 al cierre del año, la más alta en 17 años, sólo vino a confirmar oficialmente lo que como consumidores todos percibimos… y se enchina la piel entre los viejos.
Indudablemente son múltiples los factores que se sumaron para provocar esta inflación, desde las amenazas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que desquiciaron al sector financiero y provocaron una tremenda devaluación, sí, devaluación, hasta los esfuerzos realizados por el Banco de México para detener la caída del peso, malbaratando las reservas internacionales; el disparo de la deuda pública y privada por el alza de tasas de interés de la FED y su réplica en Banxico, y en lo doméstico, el alza de precios generalizada en supermercados y mercados.
Para los mexicanos que todavía en la prepa ignorábamos que significaban las palabras inflación, deflación, devaluación, etcétera, y lo aprendimos de la peor manera, este fenómeno realmente nos produce ñáñaras.
Y no se trata de repartir culpas a diestra y siniestra, pero es indudable que tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en los últimos 20 años, México se mostró como un país inmaduro, falto de visión de estadistas, de patriotismo auténtico entre nuestros gobernantes, y estamos pagando las consecuencias con dos fenómenos igualmente graves: inflación y corrupción.
Como lo señalamos hace tiempo en este espacio, la bonanza petrolera vino a crearnos una falsa imagen, por nuestra inmadurez, de riqueza y abundancia eternas, y los recursos generados por los elevadísimos precios del crudo sirvieron para enriquecer a gobernadores –hoy perseguidos por la justicia-, y a “intocables” como Pemex y el sindicato petrolero, pero no para dotar al país de la infraestructura necesaria para impulsar su desarrollo.
Bueno, recordemos que no faltó un presidente que dijera que salía más barato comprar una refinería en Texas que construir la nueva refinería en Tula… y hoy pagamos las consecuencias cada vez que cargamos gasolina, y pendemos del hilo estadunidense para abastecernos.
Y no sólo no se construyeron refinerías, tampoco aeropuertos –el NAICM está en riesgo-, ni trenes bala o centros de distribución logística, modernas carreteras, etcétera.
En este tiempo el campo quedó en el olvido, pues encontraban los gobernantes más barato importar leche deshidratada, maíz, frijol y otros granos, frutas y verduras, que cultivarlas aquí, y sí, era más barato… cuando el dólar costaba 12 pesos.
Ahora México se jacta de las exportaciones de aguacate –descubierto como la panacea alimenticia en China y otros países asiáticos y del Pacífico-, y de cebada hecha cerveza, pero hay que ver cuánto de la leche, los quesos, las carnes frías, las carnes de cerdo y carnero, las frutas y verduras, además de los carburantes y gas LP pagamos hoy en día a 19 pesos por dólar, con un minisalario de 88 pesos diarios.
Tras la fundación de Israel los europeos se asombraban de que un taxista israelí necesitaba de una jornada de trabajo para comprar un kilo de carne de res. En México, 70 años después, se requiere de dos jornadas de trabajo para adquirir este alimento, pues la abundancia petrolera, automotriz, nunca se reflejó en los salarios, tan bajos que se convirtieron en el principal atractivo para la inversión extranjera, y un arma de Trump contra México en nuestros días.
Y sí da ñáñaras al recordar aquella inflación galopante que asfixió a México hasta mediados de la década de los 90, y pensar que pudiéramos volver a vivirla.
Y es que México sigue siendo un país con una administración pública obesa, un congreso obeso y derrochador, una democracia de las más caras en el mundo, y una corrupción que beneficia más, al parecer, a los que tienen en sus manos el poder de frenarla.
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