Durante muchos años México fue un país de monopolios de Estado, que de una manera u otra padecimos o disfrutamos los mexicanos, pero que fueron acabándose en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, que los malbarató entre sus cuates -como Carlos Slim, Cecilia Occelli de Salinas, Alonso Ancira, entre muchos más-, y con reformas constitucionales posteriores como la Energética.

Pudiéramos decir que hoy en día subsisten solo dos de estos monopolios, aunque acotados por la Reforma Energética: Pemex y la Comisión Federal de Electricidad.

La existencia de estos monopolios no resultó molesta para empresarios y población en general, cuando cargar gasolina o pagar el recibo de la luz no ponía en jaque la productividad de las empresas o el presupuesto familiar.

Sin embargo a finales de la década de los ochenta  y los noventa, Pemex y la CFE, ambas “empresas de clase mundial”, se convirtieron en la caja chica del gobierno federal, que las exprimió al máximo vía fiscal, sin dejarles margen de inversión para realmente crecer, ser productivas y ofrecer óptimos servicios. No se hizo, siquiera, en los años de abundancia derivada de los altísimos precios del crudo.

La realidad actual está a la vista de todos: seis refinerías en decadencia, una producción petrolera por los suelos y una Comisión Federal de Electricidad que ha encontrado en las alzas continuas de tarifas la salida a su improductividad, a su incapacidad para responder a la demanda de electricidad de una industria pujante.

Y si bien al inicio del presente sexenio fue aprobada la Reforma Energética, la realidad es que ambas empresas paraestatales han venido trabajando tantos años con una serie de vicios y corruptelas –el huachicol comenzó con empleados de la empresa que tenían  acceso a maquinaria especializada para perforar ductos y calendarios de bombeo-, mientras que el comercio informal se surte de electricidad a través de “diablitos”, como gran parte de la población lo hace también-, que poco interés han despertado entre los inversionistas extranjeros.

Una situación que resulta entendible si se considera que a nadie interesa administrar una red de ductos conductores de gasolina más perforados que el papel del que se extrae el confeti, mientras que la tecnología para producir energía renovable resulta aun excesivamente cara.

En el caso de la CFE, estamos viviendo un tiempo que pudiera pasar a la historia como aquel en que las empresas en México se ampararon legalmente contra el monopolio de la electricidad.

Posible amparo generalizado que se entiende después de que en una reunión con la Comisión Reguladora de Energía (CRE), los presidentes de organismos empresariales del país fueron enterados de que esta comisión fija las tarifas eléctricas conforme a los costos de eficiencia que declaran los subadministradores de energía, es decir, la CFE.

Las voces empresariales se alzaron al unísono y en un solo sentido: la industria, el comercio, los servicios, no pagarán más, vía tarifas eléctricas, las ineficiencias de la CFE ni el costo de los subsidios que esta extiende, por ejemplo, a la población de menores recursos en el país, representada por la mitad de los mexicanos.

Definitivamente los tiempos han cambiado y ya no opera el “lo tomas o lo dejas” con que funcionaron las empresas paraestatales o monopolios de Estado en México.

Y esto debe ser analizado a fondo por el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, pues conforme pasen los años, más rápido que tarde las empresas, debidamente organizadas, pueden comenzar a producir su propia electricidad o a importar sus combustibles, y se habrá asesinado a la gallina de los huevos de oro del gobierno de la república.

Tan solo en lo doméstico recordemos que en el último año se ha multiplicado la venta de calentadores solares, que disminuyen en un 60 por ciento el consumo de gas doméstico, mientras que cunden los aficionados al ciclismo.

 

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