La herida estaba abierta y supuraba. A borbollones (que palabra más hermosa, que bien que la utilices), el pus líquido, inflamable y pestilente formaba una fuente, alta y ostentosa de muerte. Nosotros, minúsculos, pusilánimes y codiciosos, como enjambre enloquecido nos arremolinamos embelesados por los gases tóxicos, alucinógenos. La fiesta de la impertinencia.

Eufóricos, marchamos al patíbulo que la noche escondía. Entre los dedos se escurría el tesoro codiciado, la oportunidad de unos pesos fáciles, la adrenalina de saber que hacemos algo prohibido, peligroso. El orgullo mientras las cubetas y las garrafas se llenaban torpemente bajo el chorro ingobernable del destino. El mareo se convirtió en alegría, una nube suave se posó sobre nuestro instinto de supervivencia, adormeciéndolo.

El azar, oportuno, nos dejó un registro videográfico del inicio del infierno. La cámara (el móvil, querrás decir), avanza atolondrado entre los autos. ¿Alguien pudo adivinar el pandemónium? ¿Qué de extraño tuvo ese instante para voltear la mirada? De pronto, lo que pronto sucedía. A lo lejos, donde minutos antes la luz de la tarde permitía precisar el horizonte inmediato, una pequeña luz comenzó a levantarse, fúrica, intolerante. En un segundo se volvió una bola de fuego que aspiraba al infinito. Las volutas enardecidas crecieron como la espuma, una espuma roja, incandescente. Tras el rugido del fuego, los gritos. A los lejos se adivinaron pequeñas antorchas que se movían a ras de suelo. Éramos nosotros, envueltos en llamas, corriendo, tratando de escapar del destino urdido por nuestras propias manos.

Tras el primer rugido de la bestia de fuego, nuestros gritos. Los lamentos y la desesperación de sentir la carne ajada por el fuego. La respiración llena de miedo, la bocanada de aire limpio que no llega. Nuestras ropas se iban consumiente mientras nuestros pasos libraban el sinuoso alfalfar. Gritos y más gritos. Llanto. Lamentos por doquier. Mujeres, hombres y niños consumiéndose por la codicia y la ignorancia. Eso somos, la consumación de lo que anhelamos. “¡Ruédate, ruédate!” La tierra y el polvo del que renegamos podía ser nuestro alivio. La tierra que nuestros padres nos enseñaron a cultivar podía apagarnos. “¡No! ¡Échame agua! Me voy a morir, échame agua”. Las lumbreras se alejaban del huracán de fuego, presurosas caían y, con suerte, las envolvía una leve humareda, el escalofrió que provoca el olor a carne quemada. Carne viva, quemada. Latidos desbocados, que se acallan.

La cámara del móvil, estoica. Los ojos que son los primeros en posarse en esa pantalla no dan crédito a lo que miran. Se vuelven un recuerdo que se repetirá una y otra vez hasta el cansancio, hasta que todos en el mundo se vuelvan testigos de lo ocurrido. Se volverán las imágenes que nos persigan durante los próximos días, recordándonos la insipiencia de nuestra valentía. La noche se ha vuelto dantesca. La fiesta ha terminado. La celebración se ha apagado cuando la realidad se ha encendido. Las risas vueltas llanto, mucho peor, vueltas silencio.

Los cuerpos crujen, la vida se escapa, también a borbotones. Aquellos que se quedaron a pacer en el corazón del infierno se volverán humo. De algunos quedará un trozo, varios trozos, como piezas que no encajan en la memoria de lo que fuimos. Ennegrecidos retazos, carbón que antes fue diamante de anhelos. Leños de una fogata que los llevó al rojo vivo, al rojo muerto. Fogata que los arrebató de los afectos y del destino de los que miramos, desde lejos, la hoguera donde nos fragmentamos.

Ya nunca seremos los mismos. Seremos muchos aun siendo nosotros. Creyendo ser nosotros, seremos los que se consumieron, los que arrastraron su ardor por la tierra barbechada, los que deambulan buscando un indicio que de vuelco a lo inexorable, a lo que ya no ocurrirá. Seremos lo que nos dejó el fuego.

 

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