El galope de las falangetas

Abraham Chinchillas

Mi madre me enseñó a escribir a máquina. Lo mismo hizo con mi hermano menor. En ambos casos para ella fue una manera, más que de compartir, de heredar su conocimiento individual, pues había estudiado para mecanógrafa y había trabajado como “secretaria del director”, puesto reservado para alguien altamente calificado. De alguna manera quería que sus hijos aprendieran lo que mejor sabía hacer: escribir a máquina.

Recuerdo entonces con gran emisión que, cuando entré a la universidad, mi madre me legó enteramente la posesión de una Olivetti Lettera color crema que habíamos utilizado para los esporádicos trabajos mecanografiados que pedían en la secundaria que yo acababa de terminar, y en la primaria que por ese entonces estaba terminando mi hermano Carlos.

Tener la máquina de escribir en mi habitación fue más que reconfortante, fue un designio avizorado que comenzaba a cumplirse, el de ser escritor. En aquella máquina de escribir pasé en limpio los poemas de un primer libro que, por fortuna bien concebida, desapareció en las manos de una primera novia a quien se lo regalé como prenda de nuestro eterno amor con caducidad; cuando terminamos, más por razones de distancia que por otra cosa, en un arranque de furia lo destruyó. Digo que fue una fortuna porque ese libro era francamente malo, muy malo.

También, ya entrado en el aquelarre del primer semestre de Ciencias de la Comunicación, dediqué un fin de semana entero, desde la tarde de viernes hasta la noche del domingo, a escribir un cuento que nos habían pedido como trabajo final de una materia (redacción, creo que se llamaba); debía tener veinticinco cuartillas en total, y como yo ya tenía un floreciente negocio de hacer más de un trabajo y venderlo al mejor postor, pues aquellos tres días escribí 3 cuentos, un total de 75 cuartillas que, para un incipiente autor aspirante, eran una barbaridad. Alrededor de un año y medio después, la Lettera se jubiló gracias a la presencia de una computadora de escritorio; todo aquello ocurrió cuando el siglo XX apenas agonizaba.

En fin, toda esa cascada de recuerdos se ha volcado en mi memoria ahora que estoy escribiendo, por primera vez, en una nueva portátil. Pasé más de un año sin tener una computadora propia, lo que puede no significar nada para usuarios que les da lo mismo revisar redes sociales o YouTube en la lap que en el móvil, pero para alguien como yo, que vive de escribir, resultaba ser una verdadera monserga. Así que, hacer galopar las falangetas por primera vez sobre este teclado, escuchar el suave golpeteo de las teclas al ser salvajemente oprimidas por mis yemas, tener que acostumbrarme a poner el acento que ahora se aloja junto a la eñe y no junto a la pe, como en la computadora prestada que utilicé hasta ayer, ha sido una maravilla; pero sobre todo, disfrutar y mirar desde esta orilla lo que mi madre me enseñó con tanto ahincó, porque “seguramente alguna vez te será útil”, y vaya que lo ha sido para mí. El disfrute de esta mañana es, pues, de tal magnitud que he dejado a un lado lo que la Flaca me había sugerido para escribir hoy. Ya lo escribiré para la siguiente semana.

 

Paso cebra

Pareciera que cada viernes esta columna incluye un obituario. Pero es que la muerte ronda implacable, haciendo del virus maldito su caniche o con presentaciones en solitario, le da igual, y se carga a gente que, a pesar de la distancia, geográfica y hasta personal, sentíamos muy cercana. Es la muerte de Pau Dones, algo que no puede pasar inadvertido en casi todas las latitudes hispanoparlantes, tal vez también otras de lengua extranjía, pues su música, más que otras, era un lenguaje universal. Quedan esos versos que inoculo en mi tierna juventud: “yo nací en la cara mala / llevo la marca del lado oscuro…”.

 

@achinchillas

abrahamchinchillas@gmail.com