Nudo Ciego

Rodrigo Obregón Sánchez

Hace ya algún tiempo que adquirí consciencia acerca de mi reprochable levedad respecto de la poca atención dedicada a una situación que se repite constantemente en mi vida y que, aunque no soy protagonista exclusivo, me reservo el derecho de proclamar su descubrimiento en el contexto de mi círculo familiar y extendido. La situación a la que me refiero la he denominado «la última vez», y tiene que ver con la posibilidad de enfrentarnos a un escenario cotidiano que no se ha de repetir jamás, al menos, en un entorno donde existan las mismas condiciones y qué, por falta de atención, haya pasado desapercibido a nuestros ojos. Por ejemplo: Siendo niño, después de la escuela, solía visitar el Parque de los Venados, en la colonia Portales. Mi casa se ubicaba a escasas tres cuadras del parque, en la calle de Tokio, y con mucha frecuencia dedicaba un espacio de mis tardes a jugar con mis amigos en ese lugar. Para llegar a él, hacía un recorrido con dos escalas intermedias, pasaba a casa del «Chopis» (Roberto Labastida para los menos cercanos) y junto con él pasábamos por Gijón (Juan Gijón, mi gran amigo). Una vez juntos, el resto de camino lo dedicábamos a planear los juegos del día. Futbol, americano, juegos mecánicos o correr simplemente. Todos los días, o casi todos porque eventualmente una lluvia postrimera del verano nos hacía desistir de nuestra osadía, hacíamos el recorrido, platicábamos de nuestro día, planeábamos el juego y al final, nos divertíamos. Cuarenta años después persiste la añoranza por esos días cuando Gijón, Chopis y yo caminábamos por las calles, tres imberbes diseñando un mundo de juegos para recrear la aventura del día. Lo hicimos muchas veces. Definitivamente, ese trayecto era parte de mi circunstancia habitual, caminar por la calle, dirigirme a mi primer objetivo, saludar a los vecinos, darle una palmada al perro de la esquina, sentir el cosquilleo de las ansias por llegar a jugar, esa pequeña desesperación que sienten los niños como sí el día pudiera terminar sin jugar. La rutina era cotidiana, hasta que un día, me mudé de casa y de ciudad. Dejé la Ciudad de México para avecindarme en Pachuca, Hidalgo. Sucedió un fin de semana. Un día dormí en una habitación y al siguiente estaba instalado en una nueva ciudad. Pasó mucho tiempo para poder ser consciente de que el día previo a la mudanza se trató de la última vez que caminamos juntos. A Juan todavía lo pude ver en una ocasión más, a Chopis no lo he vuelto a ver. No volvimos a reunirnos los tres. Esa fue la última vez que vivimos lo cotidiano, nuestra rutina se rompió definitivamente. No lo sabíamos. Inferíamos el cambio. Pero no éramos conscientes de que el fin de lo conocido era inminente.

Así se presentan las «últimas veces», de forma inesperada, sin la oportunidad de ser conscientes de que nuestras actividades sucumben con una parte de nosotros; actividades, cotidianas y similares, que solíamos disfrutar. Cuantas veces no caímos en la cuenta de que esa comida tan especial con amigos o familiares fue la última vez que se concretó, cuantas veces no recordamos nuestro andar en la última vez que pisamos la escuela en calidad de estudiantes. La euforia del paso siguiente, del momento que se avecina nos embarga y nos enfocamos en el porvenir olvidando lo cotidiano. Lo cotidiano que nos formó y nos hizo crecer. Hemos dejado amigos, seres queridos, familiares, lugares y objetos detrás de cada una «última vez».

El pasado 20 de diciembre falleció un buen amigo, Héctor Henkel. Jugábamos tenis ocasionalmente. Justo unos pocos días antes de su deceso, nos medimos en la cancha, nos despedimos con afecto y buenos deseos, comentamos de la necesidad de una revancha en los próximos días. Ni por un momento imaginé que esa sería nuestra última vez. Nuevamente, la situación me tomó por asalto. ¿Qué le hubiera dicho de saber que sería la última vez? ¿Qué hubiera cambiado? No lo sé. Me quedo con una sensación de vacío y nostalgia. Seguramente Héctor está en un lugar mejor. Y aunque su ausencia aún es difícil de asimilar, le dedico éstas palabras a manera de despedida. Su recuerdo imborrable permanecerá en el ánimo de familiares y amigos. Descanse en paz.