Fabiola Díaz de León

La reflexión que hace Simone Weil en La Ilíada o El Poema de la fuerza, escrito bajo el yugo de su natal Francia sometida por el Tercer Reich, me viene a la mente durante los meses que la amenaza del virus asola a todas las naciones.

Nos sentimos sometidos por un enemigo invisible que depreda al mundo entero. Los guerreros de batas blancas, las ambulancias, paramédicos, enfermeras y enfermeros, trabajadores y trabajadoras sociales en la primera línea del combate atendiendo a los heridos que han sucumbido ante la Fuerza implacable de una enfermedad que los Generales: los científicos y laboratorios que sacan vacuna tras vacuna, medicamento tras medicamento, que los tenientes que ven sus trincheras que ahora son hospitales sobrepasados en busca de la promesa de una tregua al confinamiento y la ruina que implica para todo el planeta.

No sólo se muere por la pandemia, se muere por el miedo, por la inminencia del contagio propio y que podemos extender a otros. Estamos viviendo una guerra química que no supimos contener a tiempo. Tal vez no había manera humana de hacerlo. Probablemente no se aplicó la estrategia correcta, igual todos somos vulnerables y con nuestra condición y decisiones, más las necesidades básicas que cubrir, somos simples peones en un tablero donde todos somos piezas blancas y no vemos a las negras.

Weil afirma que a la fuerza no podemos escapar, ni a la que mata ni a la que somete, que ambas condenan al ser humano a convertirse en una cosa. En un cadáver. En un esclavo.

En un prisionero. Añoramos el mundo como era antes de marzo de 2020, ignoramos el mundo al que podamos volver y en qué momento podremos hacerlo. Resistir, no hay más camino que ese. Pero ella no sólo se queda en el dictamen de lo inevitable de sufrir la fuerza, ella propone que hay una salida, ella llama a encontrar una “geometría de la virtud” de salvaguardar el alma porque de todo lo humano sólo ella puede sobreponerse a la enfermedad, la barbarie, la muerte, la pérdida. Ella podía hacerlo porque no sólo era una filósofa, escritora, intelectual, activista, sindicalista, docente, soldadera, guerrera, obrera, era una mujer de una mística absoluta. Ella podía perder la vida o el cuerpo o los dos, pero el alma nunca. Acaso por eso leer sus escritos se mantiene vigente en la discusión que competa a las mentes del siglo XXI, porque es eterna.

Una geometría de la virtud para mi es llevar el alma a dimensiones áureas, a la perfección donde las dimensiones y proporciones de lo intangible y sublime, de lo etéreo, cobra la belleza y estética de una caracola, de una flor, de un panal, un diseño teológico que ninguna religión ni institución o autoridad, moral o de culto, tiene. Demanda de la persona una disciplina teológica de gran precisión que no se adquiere en libros sagrados ni misas ni templos. El templo es cada uno, no permite idolatría posible, no podemos ser nuestra propia deidad.

La necesidad del alma requiere la certeza de que es antes y después de la encarnación, que viene del eterno y va al eterno para servir de puente entre puntos que iguales son distantes. Reclama reconocernos el alma, y encontrarla en nuestros semejantes para fundirnos en un solo bloque contra el enemigo invisible, aéreo, microscópico y parásito. Reclama empatía.

No sólo es salvarnos a nosotros mismos sino a la mayor cantidad que podamos a la vez como especie. Entender que mis actos, como el vuelo de una mariposa, puede ocasionar huracanes por donde vamos pasando.

Nos obliga a una soledad que nos está acabando socialmente y, sin embargo, contamos con herramientas como el internet que nos mantienen en contacto seguro. ¿Qué no hubiera hecho Simone Weil si sus letras hubieran llegado a billones de lectores? ¿Si su mensaje se replicara como el virus?

Por eso no me canso de recordarla, de leerla, de contarla, de narrarla, de aprenderla; porque el virus puede enfermar el cuerpo, convertir humanos en cosas, someternos con su fuerza cuyos alcances apenas vislumbramos. Puede terminar con economías enteras, pero no puede alcanzar el alma. Simone Weil era sobre todo eso: Alma. Intangible, indefinible, inasible, existe sólo en quienes nos dejamos tocar por ella a 112 años de su nacimiento.

La guerra que vivimos ahora (entre muchas otras de humanos vs humanos) es de humanos contra uno o varios virus. Si no podemos tocarnos el cuerpo, toquémonos las almas. Un ejército de gente que deja su alma en sus actividades esenciales nos mantiene a flote con lo básico, lo elemental, requerimos agradecerles con el alma el riesgo al que se exponen para que tengamos cobijo y sustento.

Necesitamos unirnos en una sola alma de billones de almas para combatir a este mal que nos aqueja por igual en todas las latitudes. Y no me refiero a plegarias o ritos o meditaciones, me refiero a que la certeza de tener un alma nos cobije en los duelos que no podemos vivir, en las carencias que tenemos que afrontar, en la guerra que tenemos que ganar como especie humana.