Por: Alejandro Ordóñez

Recibí carta del notario de Sydney urgiendo mi presencia en esa ciudad pues el viejo solterón tío James desapareció misteriosamente, pero antes de que ello ocurriera me donó su fortuna y su casa señorial ubicada en las afueras de Sydney, así que decidí dejar para mejor época mi trabajo sobre las aves de la región huasteca y me fui de inmediato a tierras australianas. El notario, además de los bienes, me entregó una misiva en la que tío James me rogaba fijar mi residencia en su casona, que para mi gusto y curiosidad profesional me venía muy a modo pues se ubica en Toongabbie, cerca del santuario natural donde se asentaron los antiguos aborígenes. La mansión cuenta con amplios jardines donde abundan las aves; desde el amanecer se escucha el parloteo de los lorikeetes y las cacatúas peleando por su territorio y los graznidos de agresivos magpie que atacan a los paseantes que pasan cerca de sus nidos, así como los trinos de pequeños pájaros y el ronroneo estridente y ensordecedor de las chicharras. Algo que me sorprendió fue descubrir que a pesar del excelente estado de conservación y limpieza, la casa estaba llena de cagarrutas de murciélagos, en especial la recámara principal. Comprendí que los majestuosos eucaliptos debían estar plagados por estos nefastos quirópteros, así que me dispuse a terminar con ellos; al principio no fue tanto por miedo sino por la incomodidad que me producía la proximidad de esos repugnantes animales. Rodeado de flemáticos vecinos desinteresados en socializar, me sentí perdido hasta que en una de mis largas caminatas vespertinas conocí a un viejo alemán quien me fue introduciendo en las costumbres australianas y fue así como una tarde, frente a dos vasos con Glenfiddich, Hans me previno: por ningún motivo debía yo atentar contra los murciélagos si no quería tener graves problemas judiciales. Los Aussies aman, cuidan y defienden su hábitat, y en especial veneran a esos curiosos animalitos que por cierto son frugívoros, así que olvídese de Drácula. Imagínese qué sería de la agricultura mundial sin ellos, representan el mejor insecticida natural, comen millones y millones de insectos. La tarde había terminado horas antes, era noche cerrada cuando por fin nos despedimos. Volví a casa, casi el paraíso, -pensé- cuando una sombra se desprendió desde lo alto de un eucalipto centenario y se lanzó sobre mí en veloz picada. Me agaché justo a tiempo, el enorme animal corrigió el vuelo y reemprendió el ataque; cubrí mi rostro con una bolsa y corrí despavorido a refugiarme en el portal de mi casa. Tembloroso, todavía, observé desde el ventanal de la sala aquella siniestra criatura que reclamaba la invasión de su territorio. Sus alas debían medir más de un metro y enfurecida practicaba toda suerte de acrobacias aéreas: vistosos barriletes, picadas suicidas y caídas de hoja, sin dejar de lanzar agudos chillidos de advertencia para que supiera yo lo que me esperaba si volvía a desafiarlo. A partir de entonces comprendí que el mosquitero no era suficiente protección, así que decidí dormir con los cristales de puertas y ventanas, cerrados. Desde mi cama veía cada noche esa sombra negra que agitando sus enormes alas se descolgaba desde las oscuras copas de los árboles y en más de una ocasión golpeó con su cuerpo mi ventana, dejando en mi mente, como una fotografía, la impresión de esa enorme mariposa que parecía salida del infierno y dejaba temblando el vidrio.

No te preocupes, dijo Hans, son inofensivos, no chupan sangre, ni son vampiros, sólo comen pequeños frutos y en cuanto te sienten emprenden el vuelo; aun así compré cabezas de ajo y torpemente las entretejí en coronas que colgué a la entrada de la casa y la terraza. Con varas traídas del parque construí cruces que coloqué en sitios estratégicos y en noche de luna llena, armado por una cruz, una aguda estaca de madera y un frasco de agua bendita que compré en mi visita al Santuario de Nuestra Señora de Fátima, decidí enfrentar al maligno. Armado como caballero que defendiera al Santo Sepulcro salí al jardín, lo reté a gritos, advirtiéndole de mi protección divina. Lo vi venir, tembloroso levanté la advocación de cristo y me agaché -con grave riesgo de clavarme la estaca en el corazón-. El frasco de agua bendita estalló en mil pedazos y la cruz voló varios metros antes de estrellarse en el suelo, los chillidos eran más fuertes y más agresivos que nunca, volví a casa y aunque piensen que estoy loco oí cómo se burlaba de mí y de mis reliquias sagradas.

En otra ocasión estaba tan cansado porque el miedo me robaba el sueño que olvidé cerrar los ventanales y me dormí protegido sólo por los mosquiteros. Desperté en la madrugada, todo parecía en paz. Tres sombras se insinuaban en la terraza; somnoliento, pegué mi rostro a la tela de alambre, aspiré no sólo su olor inmundo, también su respiración caliente, sus ojillos colorados sonreían a escasos centímetros de mi cara y a un costado dos pequeñas criaturas, también colgadas de cabeza, me miraban. Quedé congelado por el miedo, pensé que estaba enseñando a cazar a sus hijitos. Ante el inminente ataque y dada la indefensión en que me dejaban los cristales abiertos traté de ganar tiempo mientras encontraba una vía de escape, por lo que no se me ocurrió mejor cosa que preguntar si eran suyos; y el maligno, como si entendiera, contestó con un silbido que de tan tenue parecía un susurro. Yo, como si fueran bebés, les hablé con ternura y los tres contestaron con dulces trinos. Charlamos largo rato, el sol se insinuaba por el oriente, el padre comprendió, dio una orden a los críos y remontaron el vuelo pero antes de marcharse hizo que sus querubes me dieran una demostración de sus avances en la navegación aérea.

A fuerza de conocernos y de tratarnos ahora nos queremos y somos amigos, cada noche espero con ansia los chillidos que anuncian su llegada, salgo a la terraza a recibirlos y a disfrutar sus acrobacias. Bajo al jardín, camino hasta el árbol cuyos pequeños frutos rojos son sus preferidos; al verme se cuelgan de las ramas, de cabeza, y me permiten acariciar el pelambre de su espalda. Yo en agradecimiento he aprendido a comer los mismos frutos y a expresarme con silbos y chillidos. Un atardecer, al despertar, miré sorprendido el abundante guano que apareció entre mis sábanas, apenado lo junté en una bolsa y lo eché al escusado, comprendí que no podría seguir durmiendo en la cama, aprendí a colgarme -cada mañana- por los pies, de las argollas que tengo en el gimnasio. Vivo feliz y creo haber encontrado lo que busqué durante años, aunque me da pena reconocerlo: he cubierto con un lienzo el espejo del baño porque todavía no me acostumbro a ver mis ojillos colorados, ni a la membrana delgada que me está saliendo en las axilas y se extiende hacia los codos; en verdad diríase que luzco extraño. Después de profundas reflexiones decidí seguir el camino de tío James; pedí al notario que viniera a casa cuando empezara la noche, lo recibí en penumbra, alumbrados apenas por algunas velas dicté mi voluntad: dono mi fortuna y la señorial casa patriarcal a mi sobrino Sigfrid, quien deberá vivir aquí. Al llegar el notario debió notarme preocupado, aunque he decir que me fui tranquilizando al percibir el familiar aroma de su aliento, al descubrir sus ojillos colorados y tras su bien cortado atuendo, dos bultos ocultos, parecidos a mis alas.