Mónica Teresa Müller

Lo creé con el placer que realiza sus obras un artista y llegué a la plenitud como ejecutor.
Aquél día, cuando el sol asomaba por el oeste y los ríos discutían su lecho luego de la sequía, hallé el lugar apropiado para comenzar. Apoyé la tinaja sobre la tierra para usarla de base para el trabajo. Entre el entorno rocoso preparé la bola de arcilla, la amasé con agua mientras los dedos entraban en comunión con las partículas. La arcilla, primero rebelde, se transformó en sumisa. Sentí que se adhería a mí como si fuera su primer amor.
Estaba ansioso por concluir la creación. El material avanzó sobre las líneas de mis manos y penetró en ellas mientras la carne deliraba pertenencia. Me sentí acariciado una y mil veces por la suavidad de la masa a la que le devolví con esmero la demostración de estima, modelando su cuerpo con mis dedos. Tuve la sensación que habíamos consumado un acto de amor en ese, nuestro primer encuentro.

Con la complicidad del calor de las llamas de la fogata, desapareció el color blanco de la obra. Tuve un ataque de placer incontrolable cuando aún giraba mi creación sobre la tinaja. Bajé los párpados y me entregué, sin fronteras, al disfrute de su contacto. Mis manos embrujadas por sus halagos, no se dieron cuenta de que no podían ingresar al cuerpo de la creación porque era el momento final: tenía forma y quizá, hasta vida.

Mis partes estaban diseminadas en un hueco en el que las rocas, a través del tiempo, se habían transformado en polvo. No podía tener ningún deseo, nada me era permitido porque yo era la misma nada.

Un día, cuando el sol asomaba por el oeste y los ríos discutían su lecho luego de la sequía, unas manos turistas en la tierra, cobijaron mis partículas entre las palmas. Sentí caricias sobre mi cuerpo ausente.

Los dedos, primero recatados, luego descarados, ejecutaron una melodía con cada movimiento. Mis partículas giraban sobre una tinaja mientras sus manos me rozaban y se hundían en la mezcla, en un acto de pertenencia absoluta. Una y otra vez sus caricias, antes del nacimiento, fueron el acercamiento entre su sueño y el mío: el de crear y ser creado. Sentí que faltaba menos para que yo fuera un todo. Fui la creación de sus pensamientos con forma y la ilusión de arcilla.

Durante el tiempo que estuve en comunión con el artista, sentí la ternura con que me tocaba. Sus manos, por momentos frías, menguaban el calor que me iba dando forma.
Rescaté las lágrimas que caían generosas de cariño sobre mi materia. Y de tal forma llegó el día en el que él me tomó entre sus brazos; fue en ese instante eterno, en el que fui dueño de un cuerpo y presumí. Cuando el artista me acunó y al besarme susurró: “hijo mío”, deseé ser humano.