Por: Alejandro Ordóñez

 

La noche previa a conocerla tuvo insomnio y un presentimiento estuvo dándole vuelta en la cabeza. La noche previa a conocerlo ella tuvo pálpitos en el corazón y la certeza de que su vida cambiaría para siempre. Él, como de costumbre, trató de conciliar el sueño con “El señor de los anillos”, aunque esa vez no surtió efectos pues antes de apagar la lámpara del buró leyó varios capítulos y hubo de reconocer que estaba francamente inquieto. Ella consultó su horóscopo y supo que habría de ser un Aries. Tierno, romántico, carismático, con chispa para brillar en cualquier ambiente y listo para ser descubierto. Esa mañana él no usó loción ya que en su última cita a la mujer con quien salió le dio asma. Ella -sabedora de lo importante que es la primera impresión- escogió un vestido de color pastel que hacía lucir su talle, marcaba su cadera y se abría como un florero hacia los hombros y la espalda. Él -como te ven te tratan- se puso un traje oscuro. Ella pintó de carmín sus labios y se puso rubor en las mejillas para disfrazar el blanco lechoso de su cutis. Él tomó el “Ulises” de Joyce y ella “Romeo y Julieta”, de quien ya saben.

Ella fue la primera en descubrirlo: Él, sin nada abajo: bata verde, una especie de guantes para los pies y un gorro del mismo color, todos de esa tela que utilizan en los quirófanos, en los laboratorios de diagnóstico y hasta en los manicomios. Ella igual, pero en azul, gracias a que insistió con la encargada, quien tuvo que ceder a las presiones, pues era el color que mejor le iba con el maquillaje. Él sin saber gran cosa de los riesgos, con la abertura hacia la espalda -hacia la espalda y todo lo demás-, pues al levantarse ella observó unas pompas -así las llamó por recato- más que prometedoras. Ella, abertura hacia delante, para cuidarse -pero no tanto-, mostraba un poquito de lo último que pierde su lozanía: dos hermosas, tersas, duras piernas. Ella se las arregló de tal suerte que el gorro dejara al descubierto un cairel a cada lado de su frente. Ella se llevó las manos a la cabeza y moviéndose como si arrullara a un niño le preguntó con la voz más inocente e infantil que pudo: ¿Ulises? Sí, contestó él, dándose importancia y haciendo la voz más grave que pudo. De Joyce, el mejor escritor irlandés que ha existido, verá usted, pero… permítame presentarme: Víctor Núñez, abogado. Ella: Josefina Monroy, doctora en (breve titubeo) letras inglesas. Él pareció a punto de desfallecer y de perder la compostura; pero ella -hábil al fin como toda mujer-, le dijo: tomografía computarizada. Él: ultrasonido. Ella lo vio largamente, levantó los hombros y con un ademán le indicó que estaba esperando más información. Él, perdido el aplomo, se puso colorado y balbuceó algo que ella no entendió y que provocó que se llevara una mano hasta el oído. Él, como si fuera un gruñido, le dijo avergonzado: prstt. Ella dijo ¿hmm? Prstt. ¿Hmm? ¡Próstata! Ah. ¿Hmm? Él no supo qué hacer, hubiera querido decirle en tono descortés: orino como ametralladora, pero pensó que esa inocente criatura no lo merecía. Ella cambió la conversación y como por descuido preguntó su estado civil. Viudo, dijo él, sin hijos. Ella, antes que él preguntara, dijo, cerrando un ojo: señorita, me he mantenido señorita toda mi vida. Él, al escuchar aquella declaración, insinuación, promesa o buen augurio, no lo supo bien, dejó de verle las piernas y estuvo a punto de brincar cuando descubrió que sobre la delgada tela de la bata se dibujaban, como si fueran tatuajes, dos duros pezones. Ella sintió que un fuerte calor arrebataba sus mejillas cuando descubrió que la bata de aquel hombre empezaba a hincharse justo donde empezaba el vientre y si no pudo ver bien la forma que empezaba a dibujarse fue porque en ese momento lo llamó el enfermero y tuvo que ponerse de pie inclinado hacia adelante, intentando disimular aquel bulto con las dos manos y el “Ulises”. Qué bueno, pensó ella -sin dejar de sonrosarse-, que trae la abertura hacia atrás, porque si no habría parecido bergantín y hubiera delatado su presencia antes de dar la vuelta para entrar al consultorio.

Para él fue un desastre. La esperó horas, pero no volvió a verla. Lamentó no haberle pedido su teléfono. Que estúpido. Aquella noche y las siguientes no durmió. Para distraerse y aliviar esa dolorosa erección que no cesaba se concentró en la lectura. Terminó “El señor de los anillos” I, II y III y hubiera leído la Summa Teológica de Tomás Moro de no haber sido porque ella, más inteligente, se encargó de localizarlo. Para empezar, se documentó por medio de Internet de lo relativo a la próstata; para continuar, llamó a todas las recepcionistas de los urólogos que había en la clínica, para investigar día y hora de la consulta de su esposo (así lo dijo); para terminar, se las arregló para encontrarse con él justo a la hora en que, terminada la consulta, se dirigía a la farmacia; y se las arregló también, para que fuera precisamente él quien la descubriera. ¡Voila, pero que gusto!

Él hubo de insistir largo rato antes de que ella accediera a tomar un café en el restaurante de la clínica. Ambos rindieron riguroso parte: La próstata estaba bien, un poco inflamada, pero era de esperarse que reaccionara al tratamiento, cosa que provocó que ella, aliviada, soltara ruidosamente el aire de sus pulmones, pues había leído que la próstata es causante de cáncer, y peor aún: ¡De impotencia entre los hombres! Ella aseguró que su vejiga estaba bien, un poco caída, nada del otro mundo, así que no requeriría operación. El, que había guardado la respiración durante el tiempo de la explicación, también exhaló ruidosamente y no pudo evitar que una sonrisa delatara su gusto, pues se había informado que la vejiga caída puede provocar incontinencia urinaria y francamente no le hacía gracia pensar en compartir el lecho con una mujer que usara pañal. Ella con presión baja, él con triglicéridos y colesterol altos. Ambos sin problemas de azúcar. Ya con más confianza y en la intimidad del auto, ambos se declararon jubilados. Ella, casa en la Colonia Roma; él, en la Del Valle. Ella permitió que él pusiera su mano encima de su rodilla desnuda; él sintió un escalofrío al recorrer esa piel suave. Ella colocó su mano sobre una pierna de él, justo donde pudo constatar que merced a sus inocentes caricias empezaba a hincharse el pantalón. Él pensó que en verdad era un cabrón suertudo, pues mira nada más que encontrarse a esas alturas de su vida con una mujer guapa, intelectual, sensible y además, le dio pena reconocerlo: virgen… Ella recargó la cabeza en su hombro y dócil aceptó ese promisorio primer beso en la boca, sin dejar de pensar en el futuro, a una edad en la que por regla la gente empieza a soñar con su pasado…