Nada más que la verdad
Ciña ¡Oh, patria! Tus sienes de oliva de la paz el arcángel divino, que en el cielo tu eterno destino, por el dedo de Dios se escribió.
Francisco González Bocanegra.

Si ves comentarios tóxicos contra México, no te enojes, que México sigue siendo el más odiado, el más amado, el más querido y el más deseado.

Isaac Ramírez

Lo único que recuerdo fue que ese hombre rubio con el bigote abultado dijo a su caballerango:

– ¡Viólenlas, estas mal queridas no sirven para nada, son pura basura!
Después limpió sus botas llenas de estiércol sobre las manos de una joven muy hermosa que estaba arrodillada frente a él, blanca e inamovible como una estatua de mármol hecha para trascender como el arte, aún ante la violencia del hombre más misógino, el chacal reclutado que bebe a diario la sangre de las mártires mexicanas; de hecho, creo que era su esposa, estaba muy enojado con ella por proteger a los cristeros, eso dijeron después en el pueblo.

– Por favor continúe con el testimonio, no cuente sus pinches novelas señora, rapidito que no tenemos tiempo. Remítase a lo que se le pregunta, ya aplicaremos la ley (si es que nos dejan).

De todas las mujeres a las que nos habían encerrado en la hacienda, escogieron de una lista a las madres solteras, divorciadas, niñas abandonadas y utilizadas en el tráfico sexual entre cuarteles, viudas pobres, monjas vírgenes a las que desnudaron ante nuestros ojos y después, violaron hasta que se cansaron. Había un gritadero, sangre y mucho llanto a diestra y siniestra. No sé nada más oficial.

La verdad es que Panchita me escondió bajo sus enormes enaguas, era una viuda cuyo marido había muerto en la revolución, la viejita inofensiva escondía todas sus armas y el parque bajo el altar de sus santos; los soldados la respetaban porque había curado a muchos, a veces les arrimaba un itacate, los trataba como sus propios hijos, les decía, mis chamaquitos.

Ella vivía de sus hierbas y su puesto en la plaza de San Nicolás, yo quería a Panchita como a una madre porque ella me cuidaba después de que me escapé del hombre con el que mi padre, arruinado por las apuestas, me entregó como trueque para su salvación; ese pendejo ingeniero de minas que me metía la mano entre las piernas y me decía puras cochinadas cuando estaba borracho. Ante la sociedad era el señor director, a puerta cerrada, un cerdo.

Panchita me contaba historias de Zapata y de Villa; crecí con la ilusión de que ellos no podían morir en el inconsciente colectivo de mi gente, de los pobres de mi patria a los que nadie les festeja su sabiduría y su fortaleza, solo se les arrebata o se les utiliza. Están ahí para juzgarnos y nadie se da cuenta, son invisibles y sigilosos, son ángeles observando cómo nos acabamos entre nosotros, pero ellos se esconden en el desierto o en las montañas, nacen como flores de San Juan.

Panchita pagó mis estudios en la escuela de medicina y me dijo después de darme la bendición.

– Victoria, cuando seas una doctora famosa, no te olvides de las monjas vírgenes que violaron ante nuestros ojos y de los perros que orinaron sus cuerpos inertes; tampoco se te olvide que la mujer de mármol era tu madre.