Por: Alejandro Ordóñez

Para Benito Taibo

No es que mis padres fueran la pareja perfecta, pero el amor y la dependencia que existía entre ellos nos hacía pensar en lo difícil que sería el momento en que alguno quedara solo.

Fueron felices hasta que madre enfermó gravemente. Llegaron los tiempos de los estudios y esperanzas fallidas, de la fe que se derrumba y pronósticos sombríos. Descartada la operación sólo quedaba la quimioterapia que ofrecía un año más de vida. Mi madre se opuso, habíamos visto a queridos amigos que se sometieron a esos terribles tratamientos que los debilitaron y agotaron hasta convertirlos en una caricatura de lo que fueron; ¿por qué no los dejan en paz, en vez de hacerlos sufrir, si saben que no hay remedio?, se preguntaban. No obstante el panorama sombrío no perdieron el optimismo, convocaron a una cena a la familia y a amigos íntimos. La velada fue un éxito. ¿Aperitivos? campari, vermut o vinillo de Jerez; de entremeses: sardinas en aceite de oliva, doradas rebanadas de papas fritas con romero macho, una delicia por su sabor y aroma, y hogaza de pan campesino rellena de queso azul y crema, sopeada con la misma corteza crujiente del pan.

¿Y la cena? Macarrones a la española, con chorizo dulce y jitomates triturados; de plato fuerte bacalao a la vizcaína con alcaparras, aceitunas, almendras y exquisitos chiles largos, en escabeche. De postre, ah, pues turrones de Alicante, natillas, mazapanes y carbayones de Oviedo, acompañados por tintos de la Rivera del Duero y vinos blancos de Ribeiro. Los nietos tocaron con violín y piano las piezas favoritas de los abuelos y los amigos cantaron. Alguien preguntó: ¿Qué celebramos? La vida, contestó mi padre, celebramos a la vida.

Después los brindis, mi madre lo hizo por las cosas buenas que habían llenado su existencia, mi padre por los amigos y nuestra bella familia. La nieta nos fue contando y al final dijo: caray abue, somos trece a la mesa. Algunos sonrieron ante la coincidencia, no faltó el comentario sobre quién sería el Judas; pero yo, que conocía a mis padres, supe que no era casualidad, habían planeado el número de comensales y por supuesto no se refería a ninguna traición. Comprendí el guiño que hacían para quien supiera leer entre líneas: trece a la mesa era una alusión a la última cena. ¿La última cena?

Nos despedimos, al otro día mi hermana fue por ellos para llevarlos a la clínica; cosa extraña, nadie salió a recibirla; la casa parecía vacía, notó que del piso alto bajaban un olor extraño y una música suave. Era imposible respirar dentro del cuarto. Abrió las ventanas, entonces los vio; estaban acostados, mi madre, con elegante camisón y bata blanca, parecía novia en noche de bodas; mi padre con pijama y elegante bata de seda; se abrazaban fuertemente y con los dedos se entretejían los cabellos. El perito concluyó que el accidente lo provocó una fuga casi imperceptible del calentador de gas. Días después fuimos a su casa por algunos documentos, entre los pliegues de las sábanas se dibujaban aún sus siluetas, mi hermana recordó que cuando los encontró la grabadora estaba funcionando y en un acto reflejo la apagó. Volvió a prenderla, se escuchó la melodía tocada por sus nietos en el festival escolar de fin de año; cuando se hizo el silencio la pieza volvió a iniciarse. Vimos entonces que estaba accionado el comando que hizo que el Ave María de Schubert se repitiera hasta la eternidad…