Por: Alejandro Ordóñez

All the lonely people
Where do they all come from?
All the lonely people
Where do they all belong?
(The Beatles)

8.​Padre Joseph.

Había pasado lo peor de la epidemia, la gente dejaba las mascarillas y se disponía a volver a la vida. Eran raros los casos de nuevos contagios, pero quiso la mala suerte que uno de ellos fuera nuestra querida Lady Margaret. Una tarde se disculpó por no poder venir a tomar el té, esa misma noche su ayuda de cámara nos informó: había sido intubada en el Hospital King Edward VII, de Westminster, y como trataban de evitar nuevos contagios prohibían las visitas, sólo podríamos informarnos a través de la señorita Adele. Días después el inspector Morgan llegó al castillo sin previa cita, esa madrugada había ocurrido un crimen en el Seminario Católico de Londres. El líder espiritual, un sacerdote llamado Oliver, fue asesinado en su celda y el buen inspector venía a invitarnos a la investigación.

Cuando se retiró Abby me cargó y efusiva me dijo: ¿te das cuenta, Christie? El pobre hombre no sabe qué hacer. Llegamos al seminario, nos recibió el rector, el padre Joseph, un bondadoso viejecito aquejado gravemente de cáncer a quien habían pronosticado pocos meses de vida. Dadas las reglas de la institución, las mujeres no podían ingresar al edificio, pero harían una excepción y la condesa pasaría sólo a la biblioteca, por ello la investigación de campo quedó a cargo de Sombra y mía. El edificio estaba cerrado por vacaciones de fin de año y sólo permanecían en él tres seminaristas, el rector, el líder espiritual, y personal de servicio. Fuimos a la morgue. Vimos el cadáver, tenía hundido el cráneo, masa encefálica y coágulos a la vista. Hice señas, Abby comprendió, pidió ver los objetos con los que llegó. Nos mostraron un hábito maloliente y sucio, grueso cordón para amarrarlo, sandalias y un rosario. Percibí de inmediato el humor, señalé el sitio a Abby y aprovechando que el empleado nos había dejado a solas cortó un pedazo de tela para mandarlo al laboratorio. De vuelta a la institución interrogamos a los tres alumnos.
John procedía de una familia desintegrada: madre alcohólica, padre drogadicto; vivían en Peckham, uno de los barrios más temidos, al sur de Londres, rodeado de mozalbetes cuyo futuro era la delincuencia, la muerte prematura… o la religión. Acudió al cura de su parroquia y éste se compadeció de él, la salvación era el seminario y así llegó. Era desconfiado por naturaleza y sus expresiones y actitudes eran más propias de un gañán de barrio, a las de un clérigo.

Paul era de extracción campesina, hijo de una viuda cuyo amante abusó de él, siendo un niño, y la mujer no encontró mejor solución que ofrecerlo como sirviente a una pareja sin hijos. Los primeros años fueron pasaderos, pero cuando estaba a punto de entrar a la adolescencia, la mujer le asignó nueva tarea, darle largos masajes en el cuello y en la espalda, luego le dolieron las piernas y los glúteos. Primero recibía los masajes, vestida; luego sólo cubierta con delgado y traslúcido camisón; por último, alguien le recomendó unos aceites y entonces los recibía desnuda; por supuesto Paul tuvo a cambio su recompensa, dejó las tareas domésticas. Una tarde, después de una larga sesión donde se incluyeron pechos, vientre e ingles, la mujer comprobó que el jovencito estaba listo y bueno pues, qué decir, natura llama. La mujer era insaciable, Paul adelgazaba y su aspecto era enfermizo, las sesiones diarias no tenían fin. Convertido en su confidente supo que el marido no la tocaba nunca, así lo dijo, es más, le susurró al oído un secreto que lo sobresaltó. Él ya había notado algo extraño, pero no lo supo interpretar. Desde su llegada a esa casa notó que cuando el hombre bebía alcohol, lo trataba diferente, lo espiaba durante el baño y le regalaba ropa que debía ponerse delante de él, lo tocaba y lo buscaba de una manera extraña, en especial cuando estaban solos en la casa. Una noche se metió en su cuarto y en su cama, venía desnudo, un Paul espantado y enfurecido corrió a la sala, arrancó el bambú de una maceta y cuando el hombre intentó abrazarlo se lo estrelló en la frente, con tan buena suerte que el carrizo se rompió y evitó una muerte segura. El tipo perdió el sentido, brotaba sangre en abundancia. Paul vagó sin rumbo, durante días. Hambriento, sucio, al punto de la hipotermia, en medio de una nevada la suerte lo llevó a una iglesia, el párroco le dio de comer, alojamiento, ropa limpia y la posibilidad de ducharse a diario. Entre lágrimas contó su historia, parecía condenado a ser esclavo sexual, a ser usado, abusado, violado, también expresó su deseo de vengarse de sus abusadores y de no volver a ser víctima de nadie. El cura le ofreció una solución que además le permitiría ayudar a otros jóvenes que vivían circunstancias parecidas: El seminario.

Peter era ahijado de un párroco pueblerino, era su hijo decían las malas lenguas. Su madre -viuda-, lo crio con ayuda del padrino y si bien su familia no fue de corte tradicional, vivió en un hogar donde recibió amor y fueron quizás los genes los que lo llevaron a seguir los pasos de su padre. Nadie podría creer que un ser tan bondadoso e inocente fuera capaz de un asesinato. Y así, mientras el inspector Morgan interrogaba adusto a las personas que se hospedaban en el edificio, nosotros conversábamos con ellos y los dejábamos explayarse.

Mientras tanto Sombra y yo, a pesar de mi condición femenina, explorábamos los cuatro rincones del establecimiento y fue así como descubrimos el arma homicida, que por cielo, mar y tierra buscara el inspector. Era una tranca, un pedazo de madera de las que se usan para asegurar las puertas, entre sus astillas hallamos pequeños pedazos de cuero cabelludo y de masa encefálica. Como a mí me dan asco la sangre y la carne, Sombra los trasladó en su hocico hasta entregárselos a nuestra ama, quien nos felicitó. Un sonoro miau, de ambos, fue nuestra respuesta. A Abby le daba pena, pero Sombra y yo insistimos, invitamos a tomar el té al bondadoso padre Joseph, rector del seminario. Fue desgranando su historia. De origen opulento había renunciado a las riquezas del mundo para seguir el llamado de Dios. Su misión en la tierra: ayudar a los desvalidos, guiar a los jóvenes hacia un futuro provisorio y alejarlos de ese mundo de delincuencia y drogas. Le quedaba poco tiempo de vida, padecía un cáncer terminal; según el pronóstico médico, a lo sumo seis meses, por eso se esforzaba y no paraba, a pesar de la debilidad y del agotamiento. Buen número de muchachos lo buscaba y veneraba por lo que había hecho por ellos, pero ahora su máxima preocupación era llevar adelante a esos tres jóvenes que no tenían adónde ir y permanecían en el internado, hasta en sus vacaciones. Serían el corolario de una lucha largamente sostenida y por nada del mundo deseaba que les fuera mal; pidió humildemente la ayuda de Dios y de la condesa. Llegaron los resultados del laboratorio, como lo sospeché, la mancha del hábito del padre Oliver, líder espiritual, era de semen, semen fresco, de apenas algunas horas cuando tomamos la muestra. El cabello, la sangre y demás, tomados del cuerpo del delito -la tranca-, también correspondían al personaje.
Nos fue a saludar Morgan, preguntó ensoberbecido: Condesa ¿Logró dar con el culpable? Yo lo tengo desde hace días pero deseo darle tiempo, dijo, llamémosle cortesía de caballero. ¡Miau! dijimos al unísono, Sombra y yo. Abby lo miró inquisitiva. Paul -dijo el inspector-, Paul es el asesino, tiene antecedentes, golpeó de igual manera a un pobre hombre que lo acogió en su casa. Inspector, contestó Abby, saboreando, disfrutando cada letra. ¿Encontró el cuerpo del delito? Ejem, no, aún no, pero en eso estamos, cuando lo aprehendamos él nos llevará al sitio donde lo escondió. Inspecteur; así, como si fuera en francés, se deleitó una vez más, ¿ya entrevistó al padre Joseph? ¿Al rector? ¿Cómo cree, amiga mía? Necesitaría estar loco o ser un irrespetuoso irreverente con un hombre que merece todo mi respeto. ¿Al menos ya inspeccionó su celda? Esta vez no contestó, guardó silencio. Si yo fuera usted la visitaría, tal vez de ahí se desprendan nuevas acciones.
Abby sacó del elegante estuche de piel, el collar que me acredita, podríamos decir, como la gata favorita de la reina; pidió a la señorita Agnes -su ayuda de cámara y gran amiga-, cuidara que un solo cabello no quedara fuera de su lugar. Su atuendo impecable, elegante, sobrio. Sacó del otro fino estuche una pequeña rosa de oro, parecida a un corsage, que la identifica como miembro de la Orden Secreta, de Las Damas de la Rosa, y a Buckingham partimos. Un guardia quiso detenernos en la entrada, pero al ver nuestras insignias su jefe franqueó el paso y nos acompañó hasta la antesala real. El ujier se puso de pie, precipitadamente, y nos pidió que lo siguiéramos a una pequeña sala de espera. Un par de minutos después, reapareció. Condesa, haga usted el favor, la aguarda su majestad, la reina. Una mirada de afecto, la sombra de una sonrisa y el real silencio. Abby, trastabillante, explicó el motivo de la visita, su alteza escuchó con atención. Al término de la exposición llamó a su secretario privado, James, ¿podría usted hacerse cargo de este asunto? quiero al mejor abogado de la corte y a un psiquiatra dispuesto a satisfacer el pedido que hará la condesa. Salió el secretario, la audiencia llegaba a su fin, no podía desperdiciar la ocasión. Me zafé del abrazo de Abby y salté al real regazo. Se sorprendió un poco, pero recuperada la augusta majestad que detenta, me dijo con fingido enojo, eres una desvergonzada atrevida, debería hacerte echar o quitarte ese collar. Pronuncié el miau más cariñoso del que fui capaz y descansé mi cabeza sobre sus brazos.

Inició el juicio, en primera fila Abby, Sombra y yo nos mirábamos expectantes; atrás, John y Peter trataban de reconfortar a un desconsolado Paul. Se puso de pie el fiscal. Su señoría, acuso del delito de homicidio imprudencial al rector, el padre Joseph y ofrezco como prueba el cuerpo del delito, la tranca con la que lo golpeó y produjo la lesión mortal.

Pruebas fueron y vinieron, alegatos en pro y en contra. Que declare el acusado. Padre Joseph, apoyado en su bastón y mermado por la enfermedad, se sentó en el banquillo. Su señoría, dijo con voz firme, me acuso de haber dado muerte al blasfemo del padre Oliver, lo siento, no pude controlarme, lo encontré en su celda cometiendo el asqueroso vicio de Onán, así como otras conductas que atentan contra la fe católica, lo reprendí y lejos de recapacitar me atacó hecho una furia, tomé una tranca que estaba recargada en la pared y aprovechando el impulso que él traía, lo golpeé en la cabeza. El jurado, antes de entrar en conciliábulo secreto, ya lo condenaba. Se puso de pie la defensa. Su señoría, pido que antes de cerrar el juicio escuchemos el diagnóstico del doctor Stern, famoso psiquiatra. Pasó al estrado y con voz ceremoniosa argumentó como atenuante, locura pasajera del padre Joseph, quien no pudo contener la indignación al ver que el mismo director espiritual de la institución, -quien tenía bajo su responsabilidad la integridad moral de los seminaristas-, realizara actos que a la luz de la religión podrían calificarse como bestiales y solicitó que, en todo caso, se le recluyera en alguna institución médica donde pudieran transcurrir los últimos días de su vida, pues lo aquejaba una enfermedad terminal.

Al salir del hospital, lady Margaret se hospedó en el castillo de su entrañable amiga, la condesa Abby, su recuperación nos asombró, pero no todo fueron buenas noticias, un mensajero real nos informó, solemne y contrito: Padre Joseph, ex rector del seminario, el hombre que hizo de la defensa de los jóvenes, un apostolado, ha muerto. Margaret, quien estaba enterada de nuestras andanzas, comentó intrigada, querida Abby, me sigo preguntando cómo lograron descifrar ese enigma y descubrir que el padre Joseph fue el asesino. Abby volteó a vernos, sonreímos los tres ¡Es que él no fue!, querida Margaret.