Por: Lucía Melgar Palacios

El duelo es un proceso doloroso y largo que nos lleva del enojo, la negación, la depresión, la negociación, a la aceptación. La pérdida de un ser querido nos transforma: perdemos una voz, un vínculo especial con el mundo, a veces un testigo de nuestras vidas. Cuando mueren los padres llega la orfandad. Se pierde un “oficio”, un “papel”, el de hija o hijo, sugiere Mónica Lavín en Últimos días de mis padres, su libro más reciente: se pierde la confirmación de recuerdos personales, la posibilidad de indagar más sobre esos seres tan cercanos que creíamos conocer bien.

La autora de Yo, la peor, novelas y cuentos, emprende aquí una crónica de la travesía de dos personas vitales hacia la muerte. Desde el título, la muerte acecha. A través de sus páginas, la enfermedad aparece como una intrusa cruel que corta vidas plenas, activas. Vidas con altibajos, contradicciones, alegrías que, tal vez por largas, se quieren o creen eternas. Vidas propias, la del padre, la de la madre, que se entrelazan en la re-presentación de una Ciudad de México, refugio de exiliados, donde esos dos seres coincidieron en una calle y se reconocieron, que se prolongan en la rememoración de la infancia, juventud y adultez de la escritora.

Homenaje a su padre y a su madre, esta crónica intimista es un homenaje al tesón y a la creatividad, a la apuesta por el trabajo de transterrados españoles que crecieron en México y se construyeron un mundo pleno de amistad, arte y belleza.
A través de la vida de sus padres, Lavín enriquece así una memoria colectiva que vamos perdiendo: la de esos españoles que llegaron en busca de una vida mejor o huyendo del fascismo, a un México entonces país de refugio, donde crearon nuevas comunidades, se adaptaron y transformaron su entorno.

“Perder a los padres es mutilar la infancia, el tiempo que no nos podemos contar de nosotros mismos”, escribe Lavín. Ante esa pérdida, memoria y escritura son vías privilegiadas para recuperar esas miradas sobre una misma (pasada y presente), esas figuras que, aún en la adultez, podían representar un puerto o punto de referencia, no siempre acogedor, que, de alguna manera, sugiere, forma parte de lo que se es.

Así, esta crónica familiar que escudriña con mesura la vida personal de los padres, sin idealizar ni desgarrar, reconstruye en fragmentos las infancias de los padres, con pérdidas, carencias y esperanzas; la suya propia, cobijada por el amor de la madre, la educación liberal, el amor al arte, a los viajes, a la creatividad.

Aunque no sea del todo inesperada, la muerte del padre, de la madre, se vive como brutalidad, injusticia, sobre todo cuando la provocan enfermedades crueles y se da en el hospital. Los males devastadores arrasan con quien los padece y remueven a los seres cercanos que presencian la lenta o rápida invasión del cuerpo vulnerable. Más dolorosas resultan, para todos, enfermedad y muerte cuando suceden en un ámbito hospitalario que, como señala Lavín, contradice su nombre. La primacía de la ciencia (o del dinero) que rige muchos de ellos, públicos o privados, atenta contra el precepto hipocrático de no dañar.
Con claridad y contención, Lavín cuestiona la frialdad de médicos empeñados en “salvar” vidas ancianas cuando es obvio que no hay más que hacer, el engaño y la crueldad de una oncóloga que da esperanzas falsas a su paciente octogenaria, ávida de vida, para que se someta a un tratamiento de quimioterapia terrible, que resulta letal. Lavín no lo escribe, pero hay que preguntar(se) quién supervisa y regula a médicas y médicos que se creen dioses, dioses desalmados, ¿quién debería impedir que los hospitales se conviertan en centros experimentales del sufrimiento innecesario?

En esta crónica, personal y sincera, Mónica Lavín se acoge a la escritura y demuestra su poder como vía de la memoria, medio de expresión y reflexión, refugio ante la muerte y la ausencia.