En las conversaciones entre mujeres no es poco común coincidir en lo difícil o compleja que puede llegar a ser la felicidad para nosotras, sobre todo a causa de las etiquetas que nos han sido designadas y que nos hemos ido colocando junto con lo esclavizantes que son las creencias que delimitan explícita o implícitamente cómo, cuánto y en qué ámbitos nos estaría permitido pensar en nosotras mismas para posibilitarnos lo que ni siquiera debería ser cuestionado, como lo es el derecho a la reciprocidad, la autonomía para elegir sin preocuparnos ya no solo sobre cómo nos pueden ver otros sino como nos miramos entre nosotras y a nosotras mismas y, por supuesto, el derecho a una vida libre de violencia.

Porque aún después de asumir que tenemos derecho a la libertad acerca de las decisiones que tomamos, acerca de nuestro cuerpo y en el ejercicio de nuestra sexualidad, el placer y la satisfacción, iniciar una nueva relación de pareja o buscar refrescar la que tenemos, al derecho a divertirnos, a ser lúdicas y disfrutar, reír fuerte, pensar en voz alta y marcar límites claros, sabiéndonos dignas de amor y respeto, empeñándonos en construir y mantener un profundo y permanente amor propio… ¡Qué difícil llega a resultar el liberarnos de tantos introyectos y darnos permiso para vivir plenamente!

Conozco a mujeres tristes, mujeres que no saben pensar en ellas mismas, que se ven como casi todas llegamos a vernos alguna vez, no a través de nuestros ojos sino desde la aprobación o desaprobación externa que más tarde se revierte en cómo nos tratamos y cuanto nos cuidamos.

Mujeres que se han sentido rechazadas por sus madres, abandonadas por sus padres, traicionadas por sus parejas… Mujeres independientes económicamente pero no así emocionalmente, otras que esperan que el amor romántico transforme sus vidas, que las complemente, porque eso fue lo que nos enseñaron y no siempre con palabras, lo vimos en casa, en la familia o en la familia de otras, lo cantamos, lo escuchamos, lo aprendimos en alguna parte, pero, si nos preguntaran cuánto bien nos han hecho esas ideas quedaría más clara la deuda que se tiene con las mujeres, en nombre del amor a otros nos llevaron a pensar que el amor propio debe ser el último que debemos proteger.

Y no es verdad, la autoestima dignifica toda relación, el amor propio hace sano al amor romántico, construye vínculos de calidad entre madres e hijas e hijos, nos dignifica y visibiliza en lo público y lo privado.

Requerimos continuar fortaleciendo que el autocuidado es la base del amor propio, que se cuida lo que se ama y que se ama lo que se acepta incondicionalmente, ¡y cómo nos cuesta trabajo aceptarnos incondicionalmente a nosotras mismas! Lo que hace impostergable el cuestionar las creencias que nos llevan a dudar si al optar por lo que deseamos estamos haciendo lo correcto, pero, ¿lo correcto para qué o quiénes?..

Uno de los grandes problemas es la necesidad de aprobación que nos conduce a vivir con la sensación de que algo nos falta para “ser bien vistas” y así buscamos disimular u ocultar: la edad, los kilos, las canas, las arrugas, disimulando emociones o negándolas para no molestar a nadie, ocultando el dolor para no preocupar o ser llamadas exageradas, aprendimos a simular felicidad o a ocultarla, no la felicidad que se presume en redes sociales, donde casi todos somos felices y tenemos relaciones, familias y parejas ideales o ejemplares sino esa felicidad íntima que nos libera, que nos hace sentirnos dueñas de la mujer que somos, no la que quieren que seamos, sino la que somos, esa mujer que tiene temores, inseguridades, que conoce lo que le hace llorar, pero que también ha elegido ser valiente, segura, independiente y que abraza como bandera la resiliencia.

Es tan fuerte este condicionamiento que corremos el riesgo de olvidarnos que la aceptación y aprobación que realmente necesitamos es la propia y que la plenitud es algo que debemos construir desde la definición que elaboremos de esta y no la que nos ha sido sugerida.

También necesitamos amigas, hermanas por elección que nos arropen con sus historias y nosotras a ellas con las nuestras, que nos inviten a reconocernos unas a otras y a no sentirnos abrumadas o solas cuando buscamos ser distintas a las mujeres de la historia familiar o a la que fuimos antes.

¿No es absurdo que las mujeres requiramos darnos permiso para amar o que se nos dificulte dejar de ver cómo exigencia lo que es indispensable en una relación sana?

¿No es una falta de validación que se nos cuestione casi todo? Utilizar maquillaje o andar de cara lavada, que el peso y las canas incomoden o nos definan, el estado civil, la edad, la ropa… Y por supuesto, la conducta, haciendo que vivamos mucho más limitadas de lo que pensamos que estamos.

Sin duda, nos falta mucho por hacer para transitar por un mundo de igualdad y equidad, claro que las mujeres que nos antecedieron han marcado la brecha y ahora nos corresponde continuar y no permitir que se pierda lo que se ha logrado.

En lo social y en la relación que tenemos con la mujer que somos, ahí también hay bastante por lograr, darnos permiso para vivir, para elegir, para renunciar, rechazar, para conquistarnos y ser ampliamente más generosas en la forma en la que nos conceptualizamos.

Desechar los deberías que nos impiden llegar más lejos y todo cuanto en el día a día nos decimos, convencernos de que pensar en y para nosotras no es egoísmo sino amor propio… Y fijar este como bandera ante la vida, en las relaciones y cada una de las decisiones que tomamos.

Nadie va a pagar la cuenta de la vida por ti ni puedes hacer que el tiempo de marcha atrás, así que date permiso de existir y determina tu camino sin culpa, tal vez con miedo (da miedo elegir distinto y valdrá la pena), pero sin culpas… Tienes derecho a la felicidad, ¿te estás dando permiso de vivir plenamente?… ¿Lo pensé o lo dije?

Te abrazo
@Lorepatchen
Psicoterapia presencial y en línea.