Por: Alejandro Ordóñez

Nos vimos largamente, sin hablar; como si ambos tratáramos de adivinarnos el pensamiento y estuviéramos midiendo el peso de las palabras, escudo y lanza del pensamiento; ataque y defensa más mortíferos que el mismo acero. Después de años sin hablarnos; de no preocuparnos el uno por el otro, estábamos ahí, representando una parodia -la fársica imitación de una tragedia-.

Rompió el silencio, se dijo admirado por el enorme parecido que teníamos, por el tono de voz y hasta los mismos gestos. Sí, le dije, pero sólo en lo físico, como si con eso marcara entre él y yo una barrera infranqueable. No, contestó, hay más cosas que nos unen de las que te imaginas.

Volví a recordarlo: joven profesionista, exitoso socio de una firma de abogados tratando de convencer al hijo pródigo para que siguiese sus pasos; luego la agresividad, la intolerancia que nace de la impotencia por no poder someter al vástago rebelde que impertinente afirma su independencia y su derecho a seguir su propio camino. Más tarde la ruptura definitiva producida por una reacción infantil que se convierte en ofensa imborrable: no quiero ser como tú, es lo último que yo querría, ¿comprendes? Tus éxitos me tienen sin cuidado y me niego a repetir tus errores y a compartir tus fracasos. Quiero seguir mi camino, marcar mi propia huella, hundirme en el infierno, si es preciso, antes que implorar los mendrugos de tu ayuda.

Jaló aire con sus pulmones fatigados y como si adivinara mi pensamiento continuó como un susurro: no querías parecerte a mí -dijiste- sin saber que estabas actuando igual que como yo lo hiciera con mi padre; sin darte cuenta que entre más te alejabas físicamente, más te acercabas a mí y repetías mis errores. Olvidaste la fuerza de los genes, la herencia maldita que encadena a los padres con los hijos, de la que nadie escapa. Somos idénticos, grábate mi rostro porque dentro de unos años te convertirás en lo que ahora ves y has renegado. Me enterraste de tus afectos y te tuvo sin cuidado el profundo cariño y los cuidados que te tuve desde niño; sin que te importara el dolor que me producía tu ausencia, renegaste del amor que me tienes y que mantuviste encadenado por orgullo, pero que ahora se ha liberado porque cuando salgas de esta habitación no volverás a ser el mismo.

El doctor hizo una seña, comprendí que el tiempo era perentorio y no tenía derecho a usurpar un lugar que por derecho correspondía a su esposa y a sus hijos; esos, los hombres exitosos, el orgullo de mi padre. Apreté su mano huesuda, igual que la mía, aparté un mechón rebelde que caía sobre su ceja y besé su frente. Sus ojos se humedecieron. Abandoné aquella casa como la que jamás tendría, miré esos autos lujosos a los que renuncié cuando decidí ser yo mismo; deambulé sin rumbo fijo, llegué a un parque solitario, me senté en una banca… y comencé a llorar.