Por: Mónica Teresa Müller

El sol partía y el mar estaba en calma, la combinación de colores parecía violar la intimidad del agua al matizarla.

La Playa del Silencio había quedado atrás acunando sus bordes contra los que golpeaba el Cantábrico y, en una especie de brindis, abandonaba la espuma de sus olas sobre la superficie de cantos rodados.

El hombre oyó la música del móvil, contestó apenas con monosílabos. Francisco estaba inquieto. La parsimonia con la que había conducido hasta antes del llamado había desaparecido, no alcanzaba a entender por qué estaba envuelto en un lío semejante. Pensó en su hembra. Ella había llamado para decirle que lo esperaría esa noche. Él sabía que no la amaba, pero permanecer a su lado significaba la necesidad de sentirse deseado. Estaba cansado y confundido.

Un ruido le hizo frenar. Las cajas que ocupaban el asiento trasero del auto quedaron desordenadas. En las ferias de ambulantes había vendido poca mercadería, los problemas económicos del mundo habían llegado también hasta él; las acomodó y quedó pensativo frente al volante. Enfocó a sus niños y se aferró a la idea de que ellos saldrían a su encuentro no bien oyeran el auto.

Continuó el viaje. Se miró en el espejo retrovisor. Tenía el cutis oscuro, las ojeras marcadas y los ojos se confundían con su piel.

Ansiaba llegar a la casa, abrazar a los pequeños y a ella, la madre, su mujer; le pareció sentir aquellas manos ásperas sobre su torso, acariciándolo. Reconocía que la amaba, pero con la carga de no poder ser como ella merecía. En un bolsillo del pantalón quedaban unos pocos euros que apenas alcanzarían para pagar el alquiler.

El sol había viajado rápido y se ocultaba tras las ondulaciones del camino. Francisco imaginó las figuras de las dos mujeres, distintas e imprescindibles, que se desvanecían por el acantilado arrastrando sus divagues.

Las rocas a la derecha del camino se erguían majestuosas, hacia el otro lado, el Cantábrico.
Francisco quería llegar a su casa, se preguntaba por qué había ido a la ciudad a vender, por qué había conocido a la otra mujer. El mar lo había espiado a través del ventanal, mientras él acariciaba hasta el cansancio las carnes firmes de la otra.

Por un instante se acordó de ella, la madre de sus hijos, que con amor lo había aguardado siempre luego de sus infidelidades. La que limpiando pisos sin cansarse le daba a sus niños todo lo que él, egoísta, les negaba.

Francisco estaba tenso, manejaba dándole pelea a sus pasiones. No iba a ver más a la otra. No podía gastar con ella lo que era de sus niños. Sí…por los niños.

El paisaje se oscureció más. Los focos del auto que pretendió pasarlo titilaron con una peligrosidad diabólica. Y dibujaron figuras sobre las rocas. Francisco creyó ver que, al costado de la ruta, sus niños corrían hacia él, entonces giró el volante hacia la derecha…
El sol partía y el mar estaba en calma, y como si se corriera un telón…