Por Alejandro Ordóñez

Ocurrió en Nueva York, caía la tarde, una muchedumbre despreocupada deambulaba por Times Square, cuando una voz potente rompió la algarabía. ¡Un doctor!, pedía a gritos aquel joven marinero que sostenía entre sus brazos la cabeza de una anciana enfermera, recostada sobre la acera. Los transeúntes se aglutinaban rápidamente en torno a ellos y si no se acercaban más era por el respeto que imponía el uniforme militar y la mirada decidida de aquel joven que parecía pedir espacio para que la mujer respirase mejor, mientras le acariciaba las mejillas y con ternura poco usual entre los hombres de guerra, trataba de tranquilizarla.

El acercó su oído a la boca de la anciana para escuchar mejor los susurros que borboteaban en sus labios. Ella dijo, o pensó que decía algo que él comprendió sin necesidad de las palabras. A pesar del malestar de la mujer su mirada denotaba tranquilidad y una sonrisa de felicidad iluminaba su cara. De pronto el silencio expectante se vio roto por el agudo ulular de la sirena del vehículo de emergencia que llegaba al lugar; las intermitentes luces azules y rojas de sus faros teñían el pavimento y cubrían con sus destellos la penumbra del atardecer; ahí, al fondo, la anciana vestida de blanco y con la cabeza reclinada en aquel marinero de uniforme negro parecían estar posando para una fotografía.

La gente abrió paso a los paramédicos que se desplazaban rápidamente con una camilla y aunque todo transcurrió en segundos, tuvieron tiempo para despedirse porque ella llenó de besos las manos del marino y aquél dejó un beso cálido y húmedo en la frente de la anciana. Antes de perderla de vista el joven agitó un brazo en señal del adiós y con la voz quebrada por la emoción le deseó mucha suerte. Ya en el interior de la ambulancia la mujer sintió los pinchazos de las agujas y el ardor de aquellos líquidos calientes que horadaban su organismo, pero no le importó, comprendió que por primera vez en su vida estaba por encima de las miserias y los achaques de la vejez, ni siquiera temió al intuir que pronto abandonaría esos viejos y gastados harapos en que se convirtió su cuerpo.

Después de tanto tiempo había vuelto, por fin volvían a encontrarse. Ella lo sabía, lo supo y lo esperó siempre, por eso cada año, en el aniversario del Día de la Victoria sobre Japón volvía a Nueva York, llegaba a Manhattan y se iba hasta la 170 East End Avenue, entre las calles 87 y 88, donde estuviera el Doctor’s Hospital, en el que trabajaba entonces; luego caminaba hasta llegar a Times Square, y ahí aguardaba paciente, con su uniforme de enfermera, a que llegara él. Ni siquiera miraba los rostros de los hombres que se cruzaban en su camino; no era necesario, su intuición y su corazón lo reconocerían cuando volvieran a encontrarse; además desconocía su cara, sólo había quedado en su memoria el aroma de su aliento, la suave textura de sus labios y la fresca humedad de su boca. El recuerdo de ese prolongado beso que iluminó su vida, llenó para siempre su existencia y ahuyentó la soledad en aquellas largas noches de espera.

Un dolor insoportable la volvió a la realidad; luego las descargas eléctricas en el pecho que parecían quemar sus carnes se repetían una y otra vez entre el conteo de una voz que desesperada repetía, seis, siete, ocho… y de nuevo la chamusquina que la hacía brincar sobre la camilla en que yacía, hasta que la lucecita de la pantalla del electrocardiógrafo dejó de oscilar y su agudo zumbido invadió la ambulancia. Alguien cubrió su rostro con una sábana, afuera la gente seguía celebrando el Día de la Victoria. De la mano yerta de la anciana cayó un papel arrugado, un paramédico lo recogió y lo extendió, era el recorte amarillento de un periódico del 15 de agosto de 1945, al otro día de que terminara la Segunda Guerra Mundial. Casi borrosa, por el paso del tiempo, se veía la fotografía de una pareja que celebraba la llegada de la paz con un prolongado beso; ella una joven enfermera vestida de blanco; él, un apuesto marino con uniforme negro…