A la memoria de mis queridos hermanos, en el
escultismo: Alice Carbia y Sergio Alcaraz.
Por Alejandro Ordóñez
Ocurrió en un pequeño pueblo costero cuyos habitantes se dedicaban a la pesca y a la agricultura. Un día llegaron pesadas máquinas que levantaron lujosos edificios rodeados de jardines y albercas que contrastaban con la humildad de las chozas del lugar. Aquellos hoteles con nombres extranjeros marcaron el inicio de la prosperidad económica para los habitantes de la zona -dijeron las noticias-. Los pobres del lugar olvidaron su viejo oficio de pescadores y dejaron de trabajar la tierra. Las redes y cayucos se pudrieron y sus parcelas fueron cubiertas por malas hierbas. Los hasta ayer hombres de mar y campo se convirtieron en una caravana que deambulaba por los hoteles de los ricos. Las mujeres vendían alimentos, sandalias, pareos, lentes para el sol; los hombres, artesanías que aprendieron a elaborar y los niños entonaban canciones o bailaban moviendo la panza, a cambio de alguna moneda.
Tal vez por ser un pueblo tan pequeño, los habitantes se conocían y estimaban ya que además de sus costumbres y creencias los unía el amor por esa tierra donde yacían sepultados sus padres y abuelos. Cada año celebraban el nacimiento de los críos que venían a sustituir a los viejos que partían, aunque de entre ellos hubo una pareja que nunca pudo celebrar: Irene y José, quienes vieron llegar la vejez sin conocer la alegría de ser padres. Una noche de luna nueva, al caminar por la carretera que une a la zona hotelera con el pueblo, escucharon el llanto de un bebé y gritos desesperados de mujeres pidiendo ayuda. Sin pensarlo corrieron hacia las dunas que separan al océano, de la calzada. En el cielo brillaban las estrellas y en lo alto de los arrecifes el haz de luz del faro exploraba las aguas del mar embravecido. El llanto del niño se escuchaba con claridad, pero en la oscuridad no daban con él; además, por la cambiante dirección del viento, el sonido que parecía venir de un sitio cambiaba de pronto, mientras ellos corrían de aquí para allá tropezando con las rocas dispersas en la arena. Se detuvieron para orientarse, comprendieron por qué llamaban “Playa Encantada” a aquel lugar. El mar siniestro adquiría tonalidades que iban de un diabólico verde fluorescente a una claridad transparente.
Puntos de espuma blanca aparecían y desaparecían formando un semicírculo que se desplazaba sobre las aguas, como si un grupo de delfines intentase guiarlos, con sus saltos, todo ello acompañado por el coro de voces femeninas que los urgían a encontrar a la cría, que había dejado de llorar. Por fin la hallaron sobre un banco de arena formado entre dos rocas. Era una bebé desnuda que sollozaba afónica. Irene la tomó entre sus brazos, la cubrió con su rebozo y le habló con voz queda para calmarla. José abrazó a ambas, caminaron hacia la carretera; al llegar ahí voltearon hacia atrás, los puntos de espuma se elevaban antes de desaparecer de nuevo; las olas, al estrellarse en los arrecifes, producían un ruido ensordecedor y el desesperado llanto de las mujeres aumentaba conforme se alejaban ellos.
Llegaron al pueblo, fueron a casa de la abuela Sabina quien -como si supiera lo ocurrido-, los esperaba despierta y con pocillos de café hirviendo. Metieron a la niña en una tina con agua tibia que la vieja tenía preparada. Ve por Chole -que está amamantando-, ordenó, dile que traiga ropa para cubrirla, molió hierbas sobre una piedra, las metió en un frasco que contenía un líquido verdoso, vació un chorro sobre sus manos y frotó vigorosamente a la pequeña. Revisó sus oídos, ojos, boca y garganta. Está bien, sobrevivirá, y no dijo más.
Él quiso explicar: la hallamos en la… La abuela ordenó silencio. Lo sé, dijo, sé todo. Sólo quiero recordarles que la madre de esta criatura estará llorando su ausencia y un día la reclamará. Quiéranla, pero por su propio bien no se hagan ilusiones, ténganlo presente.
La niña vivió con Irene y José y nadie, ni siquiera el jefe del destacamento del ejército o el párroco se sorprendieron porque una vieja como Irene tuviera de pronto una hija. Una mañana la campana de la parroquia convocó a la población. El sacramento se realizó entre el júbilo de la gente. ¿Cómo se va a llamar?, preguntó el padre. Irene, como su mamá, padrecito -dijo José-. Y la llamaron así, pero para distinguirla de su madre fue conocida como Irenita, la niña Irenita. Sus padres estaban felices porque Dios había escuchado sus ruegos, pero no hay dicha completa. La niña tenía dificultades para caminar. La llevaron con la abuela Sabina. Está bien, dijo la vieja sabia, lo que pasa es que está en su naturaleza, se tardará pero aprenderá a hacerlo, pierdan cuidado. Los médicos del hospital dijeron lo mismo, no había impedimento físico, quizás caminaba mal por falta de confianza.
Su torpeza y lentitud de movimientos se convirtieron en un problema para convivir con los críos de su edad, pero se resolvió cuando los llevaron a nadar al río, se desplazaba a gran velocidad y con destreza inusual, así que los juegos que hacían en los patios de las casas empezaron a hacerse en el agua. Aprendió a bucear y en esa comunidad en la que los niños empezaban a trabajar a temprana edad, para ayudar a la economía doméstica, Irenita no fue la excepción; por las mañanas se iba con su padre a los arrecifes a buscar ostras, almejas, langostas, pulpos… Pronto lo superó en el buceo, duraba más tiempo sin respirar bajo del agua y se sumergía más profundo, así que su red de pesca volvía más llena. Una mañana, durante el almuerzo, vio con sorpresa que una de sus almejas tenía una bella esfera nacarada. Es una perla, le dijeron, las pagan bien pues los joyeros las venden en una fortuna. Se volvió experta pescadora de perlas, las halló blancas, nacaradas, azules y hasta algunas negras que su padre guardaba en un frasco, cuando acumulaba varias se desplazaba hasta la ciudad donde las vendía a buenos precios.
Cualquiera habría pensado que Irenita tenía todo para ser feliz, pero en su cara había un gesto de tristeza que sólo desaparecía cuando se sumergía en el mar o se sentaba a la entrada de su choza con algunas de las enormes caracolas marinas que había pescado, las acercaba a su oído y decía escuchar el sonido de las olas y del viento al pasar por entre los arrecifes; amaba las historias de marineros, de naufragios, tesoros y piratas. Era bonita, de finas facciones y a pesar de contar sólo con diez años se intuía que tendría bonito cuerpo; no obstante, era tímida, introvertida, callada como una tumba y a menudo parecía que su mente la llevaba a sitios lejanos de los que le costaba trabajo regresar.
Una tarde, mientras deambulaba con su madre, vendiendo sus mercancías, escucharon los gritos angustiados de una señora pidiendo auxilio. La gente preguntaba qué ocurría. La mujer señaló una cabecita que apenas sobresalía entre las olas y luchaba -por salvarse-, contra el mar embravecido. Irenita no lo pensó, dejó en el suelo la canasta y fue a su rescate. La gente gritaba desesperada. Por momentos la cabeza de Irenita desaparecía en el agua y después de angustiosos segundos reaparecía metros adelante, luchando como salmón contra la corriente. Se encontraron las dos criaturas, Irenita rodeó el cuello de la niña e inició el duro regreso. José comprendió que su hija estaba en grave peligro, pues el venir jalando a la otra niña le restaba fuerza. Subió a su cayuco y remó lo más rápido que pudo. Por momentos la tensión crecía, la gente gritaba, lloraba, algunas mujeres se hincaban y rezaban. Y en ese vaivén constante de las olas las cabecitas de las niñas se hundían con más frecuencia y tardaban más en reaparecer. Irenita luchaba con denuedo y aunque sabía que no podría regresar a salvo con la niña, se negaba a abandonarla. No podía dar una brazada más, comprendió que su muerte era inminente. Escuchó la voz de su padre, abrió los ojos, fijó su mirada casi ciega por la salinidad del mar. ¡Aguanta, hija, aguanta, ya estoy aquí! ¡No te rindas! Irenita trató de contestar, pero no tuvo fuerza para hablar, los diez metros que los separaban parecían interminables. José colocó el frágil cayuco al costado de las niñas, tomó entre sus brazos a la otra y le dijo a su hija, cógete de la borda, sólo un instante más. Tan rápido como pudo depositó a la criatura en el fondo del bamboleante cayuco, volteó para ayudar a su hija, pero no estaba, había desaparecido…
Irenita se sumergía a gran velocidad, abandonó toda idea de salvación y se dejó llevar por una sensación que nunca había experimentado. Vio una luz blanca emerger del fondo del mar, escuchó un coro de mujeres que entonaba una canción de cuna parecida a las que le cantaba su mamá para arrullarla; Sintió una paz infinita. Había dejado de respirar o lo estaba haciendo bajo el agua; daba igual, dejó de importarle. Recuperó sus fuerzas, movió ágilmente piernas y brazos. Sintió que extraños seres hacían un círculo en torno a ella y la acompañaban en ese viaje por las profundidades del mar, al encuentro de esa deslumbrante luz que opacaba cualquier otra presencia. ¡Irenita! Gritó desesperado, trató de ponerse de pie para ir al rescate pero una ola de través estuvo a punto de volcar al cayuco. Reconoció su impotencia, si abandonaba su precaria embarcación la corriente se la llevaría y aunque lograra encontrar a su hija se ahogarían los tres. En su desesperación no vio a las potentes lanchas de la marina que acudían en su ayuda. Subieron a ambos en una de ellas justo en el momento en el que el cayuco volcaba ante el impacto de una ola y se hundía. De otra embarcación saltaron buzos con tanques de oxígeno y se sumergieron en busca de Irenita. El rescate duró el resto de la tarde, al oscurecer se enfilaron hacia el muelle donde aguardaban varias personas. Los extranjeros estrecharon a su hija. José abrazó a Irene, ambos lloraron desconsolados. El comandante de la operación preguntó si podía hacer algo por ellos, dijeron que no y se sentaron sobre una roca a esperar un milagro. Terminó el día. Era noche de luna nueva; la oscuridad, total. En el cielo brillaban cientos de estrellas. En lo alto de los arrecifes el haz de luz del faro escudriñaba moroso el horizonte. Las aguas del mar adquirieron una tonalidad verde fluorescente, a lo lejos vieron puntos de espuma blanca que se acercaban hacia ellos. El agua se hizo transparente. Los puntos de espuma se detuvieron frente a la pareja, formaron un semicírculo y al frente de ellos les pareció ver a una figura conocida. El haz de luz del faro iluminó fugazmente a aquel rostro. Creyeron ver a Irenita quien sonreía como nunca lo había hecho. Agitaba los brazos saludando y diciendo que estaba bien. Se llevó las manos al rostro y pareció mandarles besos. Irene y José contestaron los cariños y agitaron las manos en señal de despedida. Volvió la oscuridad. La pareja regresó al pueblo. Llegaron a la casa de la bruja Sabina quien los esperaba con café ardiente. Hizo la seña de que guardaran silencio. Lo sé todo, dijo con voz queda. Se los advertí. Esa niña regresaría a su mundo, a sus orígenes.
Ahora es feliz, lo dice su sonrisa. Vayan en paz, cumplieron con la función que les fue asignada, fue dicho que volviese con los suyos.
La historia de la niña Irenita trascendió las calles de su pueblo y de la región. Ahora los niños en lugar de cantar, bailar y de mover la panza cuentan a los turistas la leyenda de la niña Irenita. Por unas monedas más los llevan al monumento que mandaron construir los padres de la pequeña extranjera y les explican el significado de esa estela de más de tres metros de altura en cuya base, apuntando hacia los puntos cardinales, hay cuatro caracolas y el viento al introducirse en ellas produce sonidos que son como un concierto marino. Se oye el rumor de las olas al romper contra los arrecifes y los sonidos acuáticos que sólo los experimentados buzos escuchan en las profundidades. Hay también un cofre del que se asoman conchas de ostras, almejas, imitaciones de perlas azules, negras, blancas, nacaradas como las que sacaba la niña. Hay también un ancla y una cuerda que sube por el obelisco. Más arriba un timón y aferrada al gobernalle de su vida, Irenita -con sonrisa radiante-, escudriña el horizonte. Al fondo se ve la boya que marca el lugar del accidente, con una lámpara votiva encendida día y noche. Si no son supersticiosos podrán convencer a esos niños para que venzan su miedo y los acompañen en la noche de luna nueva; en esa lúgubre oscuridad verán cómo, a casi un siglo de distancia, se sigue repitiendo puntualmente el ritual de la leyenda. Dos sombras caminan por las dunas, se sientan sobre la arena; el mar, hasta entonces lóbrego, adquiere verdes tonos fluorescentes, como si el mismo diablo se paseara entre las olas. Luego aparecerán pequeños puntos de espuma blanca que formarán un semicírculo y con un poco de suerte es probable que el haz de luz del faro les permita ver fugazmente la sonrisa radiante de la niña Irenita, aunque quizás fuera mejor decir, de nuestra sirenita.