Por Mónica Teresa Müller

¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Pedro Calderón de la Barca

Sí, vivir en el frenesí de desconocer, la rabia de no saber por qué se había cerrado el círculo, por qué me rondaban preguntas insólitas que no comprendía. La bendita rueda de la vida había girado acelerada y en esa vorágine de vueltas se había transformado en una ladrona de lo mío. “Vení a casa, todo se va a arreglar. La Virgen la va a proteger porque cuida a sus hijos”. La tía Irma me había acercado a su lado con la ternura que el momento ameritaba, pero…qué me importaba su cariño…acaso no se daba cuenta…Años después entendí el valor de aquel abrazo que se extendió siempre con su presencia.

Era un mayo sombrío en el que no existió para mí el sol, símbolo del mes. La mirada de él estaba igual. La ceguera de la angustia rondaba su asiento y le palmeaba la espalda. Nada oía, nada miraba en esa mudez sin despedida.
La batería de la felicidad parecía estar agotada sin opción al reparo. Nuestros latidos se abstuvieron de llamar la atención y trataron de buscar patrones para recuperarse.
Yo no sabía que los niños no entienden muchos acontecimientos, por eso estaba en el aire envuelta en una nube que trataba de algodonar la verdad para que no me lastimara con la realidad; aquella de guardapolvos blancos y noches en casas, que no eran la mía; noches con la almohada húmeda, de sábanas revueltas en complicidad con mis preguntas insólitas. Noches con miradas de socorro sin ser socorridas. Muchas palabras y frases no recordadas porque no fueron escuchadas. El pobrecita, sí, retumbaba.

Él trataba de sonreír, de endulzar lo agrio con el dulzor de un chocolate comprado al arribar a la estación de trenes o en el kiosco más cercano. Llegaba de noche luego de un viaje en tren. Me daba un beso y de un bolsillo sacaba el chocolate blanco; permanecía sentado frente a mí… parecía pensar. “¿Estás cansado?”, le preguntaba al tiempo que me acercaba y lo abrazaba. No contestaba, pero acariciaba mis mejillas.
Yo no sabía que los niños no entienden muchas situaciones porque también era un niño.
La casa de mis tíos era también mi casa, sin lo que quería tener, pero con el cariño presente. Sentía que no era lo mismo que estar con quién ya no estaría.

Un día, él comenzó a sonreír, a llevarme a pasear por Buenos Aires. Nos acercamos más. Supe de sus gustos musicales en las confiterías Adlon o Richmond con números en vivo, como se decía. Disfrutamos chocolates con la música del recordado guitarrista de jazz Oscar Alemán y él se dio cuenta que podía volver a reír. Así, tomados de la mano caminábamos por la famosa calle Florida.

Yo no sabía que los niños no comprenden muchas situaciones, pero yo, que era una niña, entendí que él me agarraba de la mano y sentíamos que nuestros corazones latían al unísono, que el sol aunque lloviera, había firmado un compromiso con nosotros. El pobrecita dejó de dolerme. No me daba cuenta que la felicidad nunca es total, vale sentirla aunque se presente incompleta; lo importante es recibirla y compartir. Eso nos pasó. Sentí la felicidad porque vi a papi volver a reír. Supimos que la vida reserva sorpresas entonces, recuperamos el permitido para volver a soñar.