Vivía en un pueblo de la zona sur del conurbano bonaerense y que antes de la década de los cincuenta ocupaba el reinado de los espacios fabriles e industriales.
Se había acostumbrado desde la época de la niñez, a despertar con las sirenas que sonaban todas las mañanas a las cinco y marcaban el horario de la merienda a las diecisiete, ambos horarios, daban fe a la población del inicio y término de las jornadas de trabajo.
En aquella época, las chimeneas de las industrias envolvían a los barrios de humo, y la bruma del cercano Riachuelo se inmiscuía entre las ropas colgadas de las sogas en los patios de las casas.
Las veredas, antes de estrenar la luz natural, eran pisadas por los botines de los obreros, que vestidos con mamelucos de azul descolorido, caminaban para llegar a horario a los templos productivos.
Pocho con su familia vivía en el barrio obrero, el de casitas con techos y paredes de chapa, con árboles junto al cordón para que mermara el hervor del verano.
Los habitantes gastaban sus vidas en una redondez igualitaria donde las mañanas, tardes y noches eran iguales durante todo el año y de los por vivir.
Tampoco generaban ilusiones porque les bastaba con la dignidad de poder mantener a sus familias con el sueldo de la fábrica, y ensuciarse las manos los días feriados con el tizne del carbón para el fuego que cocería el asado.
De esa forma vivía Pocho, su esposa y cuatro hijos cuyas edades iban desde un año a seis. “Es la vida de un laburante, viejo”, contestaba cada vez que un amigo le decía que dedicara algún día a pasear. “Me basta con llegar al puente de Barracas, mirar el Riachuelo e imaginar que viajo con el pensamiento.” Le brotaba la poesía tanguera de un sopetón entonces, cuajaba la ilusión con la realidad.
— Gorda, me voy, despertá al Titi- le decía a su mujer en el oído antes de ir a trabajar y la besaba con aliento a yerba del mate, el mismo que engaña panzas.
“Mamita qué hace calor”, decía en los días de verano; “A la mierda, qué frío”, y le salían apenas las palabras entre el castañeteo de los dientes, durante los días invernales. Él era tipo de pocas palabras. “Muchas no se necesitan para decir la verdá”, opinaba.
A diario despertaba a la Gorda para que el Titi se levantara y cumpliera con la sagrada obligación de estudiar; la de la Gorda, cuidar a los chicos y ocuparse de la casa; la de él, mantener a la familia.
Ese día llegaría temprano porque tenían reunión con Carancho, el Delegado sindical. Los obreros de la planta pensaban que era un capo, un tipo comprometido con el bienestar de los compañeros y que iba siempre al frente.
Cuando llegó el Delegado, estaban todos los trabajadores en el salón. Vestía un mameluco azul como todos los compañeros, pero con la diferencia que no estaba desteñido.
— Compas…-comenzó a decir-estamos en Asamblea porque le pedí reunión al patrón para hablar por la reducción del horario- hablaba y gesticulaba como si fuera un discurso dicho desde un escenario.
— Estamos mal, compañeros, trabajamos más de la cuenta, les prometo que todo va a cambiar. Lo vamos a cagar al canoso, por ésta que lo vamos a cagar- agarró la cadena que colgaba de su cuello, rescató la cruz que pendía y la acercó a la boca para besarla y ostentar el anillo sello de oro. Era un muchacho alto, robusto, con un vientre que denunciaba la preferencia por la cerveza.
Al final de la reunión sobraban los:”Gracias, compañero”, y las palmadas en las espaldas. Carancho cuchicheaba con cada uno. Alguien pidió un hurra y al momento se oyó: < ¡Hurra, hurra, el Carancho nos protege; malo, malo, malo, que el garca tenga cuidado!>
Pocho no entendía nada; si bien, una tarde, los operarios se habían quejado por la cantidad de horas extras que trabajaban durante los sábado y domingos, con la misma paga de las horas semanales, sabían que si reclamaban, corrían el riesgo que se las quitarían y eso no era lo que deseaban.
Vieron a Carancho marchar hacia la escalera que comunicaba el pasillo de la planta principal con la Dirección, golpear la puerta, girar el picaporte y entrar. Pocho no entendía nada y regresó a su máquina.
Antes de la sirena de las cinco de la tarde, el Delgado regresó sonriente, alzó un brazo, llamándolos, y cuando todos los operarios lo rodearon, en un alarde de poder, gritó:
— ¡Lo logramos, compañeros! A partir del próximo fin de semana trabajaran sábado, pero el domingo, no. Se acabaron las extras mal liquidadas- el silencio fue la respuesta – le voy a avisar al garca que están todos de acuerdo- aclaró el sindicalista con el pecho hinchado de gallo ganador.
Vieron a Carancho regresar al camino hacia la Dirección, golpeó con los nudillos y al oír un “Pase”, entró.
— Listo, Jefe.
EL hombre vestido de traje, acomodó un mechón de pelo entrecano que caía sobre la frente, abrió el cajón del escritorio, sacó un fajo de billetes y con gesto de complicidad, agregó:
— Acá tenés, Carancho, lo prometido.
— Gracias, Jefe, cayeron como chorlitos. No iban a entender si les decía que la sobreproducción baja en precio del producto y al no tener muchos clientes, malo, malo. Como dice usted, si los Sindicatos quieren productos baratos, que los fabriquen ellos ¡qué carajo!

Cuando Pocho dejó atrás el edificio de la fábrica, sintió que, a cada paso que daba, su espalda se vencía. Se daba cuenta de la traición del Delegado, pero nada podía hacer porque la mayoría de los compañeros lo respaldaban, sería inútil decir algo. La calle se perdía en la plaza del pueblo y recordó lo que siempre aconsejaba su madre: “Hijito, tratá de estudiar, leer, estar enterado de todo ¿sabés? Al ignorante lo llevan como en rebaño, mijito.” Por eso su Gorda despertaba al Titi todas las mañanas.
“Y bueno, una de cal y otra de arena. El domingo no va a sonar la sirena de las cinco y disfrutaré la familia.”