Raúl Valdés caminaba apresurado y con la respiración entrecortada. Era invierno en Buenos Aires, pero los ojos del hombre no lagrimeaban por el frío; había llorado con la noticia: “Gardel, sus guitarristas y algunos amigos viajaban en el F-31…”- hubiera querido no escuchar lo siguiente: “…el F31 salía de su escala de aprovisionamiento en Medellín rumbo a Cali, el avión en el que viajaba Gardel se precipitó a tierra chocando contra el avión Maizales. Los aviones quedaron carbonizados”. El hombre pretendió patear la bronca. El Alma Viva de Buenos Aires, El morocho del Abasto, El Zorzal Criollo, había muerto.
¿Quién iba a poder pintar como El Zorzal el cine en Europa y América? El tanguero que había compartido momentos con el Príncipe Eduardo de Gales, con Jacinto Benavente, el que había cantado en el Teatro de la Ópera en París. La noticia le dolió profundo.
El hombre se detuvo y de un bolsillo del pantalón de gabardina sacó una moneda y sonrió mientras acariciaba los veinticinco centavos belgas con un orificio en el centro. Gardel se la había regalado en el camarín del teatro Esmeralda. “Para que le traiga suerte, pibe y se acuerde siempre de éste gil”- le había dicho. A partir de aquella noche Valdés consideró que la moneda sería mágica, el amuleto con el que podría traspasar las barreras de lo real. Ubicó el metal entre los dedos y entornando los párpados lo frotó. Inspiró profundo y alcanzó a deleitarse con un arrullar de palomas que se escondían para el beso.
Caminaba junto a Toni Moriño, el amigo que se había propuesto recuperarlo de la tristeza que lo enfermaba. El recuerdo del ídolo desaparecido no lo dejaba dormir. Toni pensaba que las mujeres eran la mejor cura para todo mal.
— Iremos al club Progreso. Hay baile. Así se te pasa la bronca y quién te dice,- dijo mirando a Valdés con doble mensaje- encuentres a alguien para divertirte.
— Bueno- contestó Raúl-, pero prometé que me vas a hacerme gamba.
— Prometido.
El Club Progreso era el rey del barrio, testigo de encuentros y desencuentros. El salón estaba adornado con guirnaldas, las mesas rodeaban la pista de baile y los músicos ubicados sobre el escenario afinaban los instrumentos. Todas las sillas estaban ocupadas.
— Mirá, Toni- sentenció Raúl- la petisa que está hablando con el rubio la tengo vista de algún lado.
— ¿Qué prometiste? Dejate de embromar y mirá para otro lado.
— Sí, viejo, sí.- Raúl miraba a la petisa que estaba recorriendo la pista con el rubio. Vio cómo llegaban a una mesa ocupada por una señora robusta y un mocoso. No aguantó y se paró cerca, fijó sus ojos en los de ella descaradamente hasta lograr una sonrisa, y con un casi imperceptible cabeceo, la muchacha le indicó un sí, que él no había pedido.
Raúl acomodó las puntas de los puños de la camisa y abrochó los botones del saco. Luego, todo fue imprevisto, la madre otorgó el permiso al tiempo que la petisa se paraba dejando plantado al rubio.
— Mariucha guarde la forma ¿entendió?- balbuceó la señora en el oído de la joven.
— Sí mamá, entendí.
Raúl Valdés y Mariucha bailaron, ella olvidada de su madre y hermano, él, del amigo. Inmersos en la música, poco hablaron. Muy entrada la noche, cargando en brazos al mocoso dormido, Raúl acompañó a las dos mujeres hasta la puerta de la vivienda. Casa con zaguán, puerta y puerta cancel a la que divisó desde la vereda. Se preguntaba por qué estaba ahí parado ya que la visita al club Progreso tendría que haber transcurrido como una noche más. La joven solo atinaba a mirar a su imponente madre y a ese hombre con el que siempre había soñado. Todo era tan casual que no quería formular preguntas.
— Joven, si usted pretende ver a mi hija otra vez, tendrá que presentarse mañana. Recuerde que el horario es a las diecisiete y treinta horas. Pasa el zaguán, llega al patio y golpea en la cuarta puerta a la izquierda-. Sentenció la madre.
— Sí señora, no lo olvidaré- contestó Raúl- hasta mañana Mariucha.
Le había agarrado la mano. Al inclinarse para besarla se encontró con otra regordeta, deteniéndolo.
Raúl descansó a los saltos. Pretendió acortar el tiempo, pero se levantó tarde porque recién al amanecer había podido dormir. Despertó al tomar contacto con los rayos del sol que entibiaban las rosas del diseño de la manta.
A las diecisiete treinta llegó al zaguán revestido con mayólicas y piso de baldosas. Llegó al patio rodeado de macetas con geranios, malvones y una enredadera de jazmines. A la cuarta puerta la protegía la sombrilla formada por una Santa Rita. Golpeó. Tuvo el impulso de huir, pero se contuvo. El mocoso rubio y pecoso, hermano de Mariucha, abrió la puerta permitiéndole el ingreso no sin antes estirar la palma de la mano hacia arriba. Valdés se hizo el distraído y entró.
El cuarto era dormitorio y comedor. Una cama camera, dos mesas de noche, un ropero de tres puertas con espejos y un catre, ocupaban más de la mitad del espacio. La mesa ovalada y las seis sillas estaban acomodadas en un rincón en el que se distinguía un aparador.
Cuando Raúl concluyó el paseo ocular sobre los espejos del ropero, el aliento se le estranguló. La madre sentada con las manos unidas sobre la falda permanecía en el borde de la cama junto a otras dos imponentes señoras.
— Buenas tardes, caballero- las tres voces sonaron al unísono.
— Buenas tardes, señoras. ¿A quiénes tengo el placer de conocer?
— Como verá, éste es el hogar de una mujer honesta,- el color del rostro de Mariucha se acercaba al borra vino- y como la niña a la que usted mocito, pretende visitar, no tiene padre, pues aquí estamos las tres: la madre y las tías.
— Sí, señoras- dijo Raúl y continuó:- en el caso que corresponda ¿con quién deberé hablar?
— ¡Con las tres!- gritaron con un tono de clara orden.
— No se olvide, joven- aclaró una de las tías- que la niña carece de padre, por lo tanto, vamos a cumplir con él.
Mariucha permanecía parada junto su madre que la abrazaba por la cintura. Le temblaban las piernas. El dolor en la boca del estómago semejaba a una brasa. Miró a Raúl y sintió que se desvanecía.
— Miguelito- llamó la madre- tráigale al muchacho la silla marrón de la cocina.
El niño emprendió el corto recorrido hasta la puerta.
— Pequeño- le dijo Raúl- si tu señora madre lo permite ¿podrías comprar algunas galletas?- mientras la madre consentía con un movimiento de cabeza, Valdéz entregó al pecoso el dinero para la compra. Miguelito lo guardó en el bolsillo del pantalón, con disimulo pateó una moneda que se había deslizado de la mano de Raúl y cayó al piso.
Al primer encuentro, siguieron otros. La presencia de la madre, las tías y el hermano pecoso resultaban insoportables. La dulzura de Mariucha, despertaba en el hombre el deseo de pertenencia. Sólo disfrutaba de ella durante los minutos de la despedida.
— Mariucha, no se quede en el zaguán. Los vecinos no saben si está allí desde hace unos minutos o una hora.
— Sí, madre, como usted diga.
Raúl se cansó y se lo comunicó a la joven.
— Amor mío, no tenemos tiempo para nosotros. Le propongo irnos juntos.
— ¿Solos?
— Sí, lejos de tías, madre y hermano insolente. La quiero para mí, ¡ya!
— Raúl, no puedo dejar todo así, sin pensar.
— Mañana paso para escuchar cuál es su decisión.
Los plátanos de la calle pretendieron protegerlo intentando abrazarle la sombra de su figura desdibujada por el desconsuelo. Regresó a su casa por la Avenida Corrientes. Inspiró profundo para sentir el aire de la noche porteña. Al pasar por el Teatro Esmeralda, el dolor resurgió y el recuerdo del Morocho del Abasto caminó a su lado. Le pareció que la realidad se confundía con pensamientos atormentados. Necesitaba que Moriño lo acompañara.
Cuando el sol por el Este anunciaba la vuelta completa a Buenos Aires, Raúl regresó a la casa de inquilinato en busca de la contestación. Pasó el zaguán, ingresó al patio de geranios y quedó parado frente a la puerta de dos hojas que, abiertas, permitían ver una habitación vacía. En el fondo, junto a las piletas para lavar, una viejita lo observaba a hurtadillas sentada en la hamaca de mimbre. Levantó el brazo y con el dedo apuntándolo, lo llamó.
— Buenas tardes, señora – saludó el hombre.
La mujer dejó el tejido en el amplio bolsillo delantero del delantal, acomodó las gafas y arrugando el ceño, preguntó
— ¿Busca a alguien, caballero?
— Sí, señora, a Mariucha, a su mamá y a Miguelito.
— Se debe haber confundido de casa, mocito. Esa pieza hace años que está desocupada. Vivió una tal Mariucha, pero hace unos veinticinco años, cuando los festejos del Centenario, en el diez, se fueron.
La transparencia del rostro de Valdés era cadavérica. Apoyó la espalda contra la pared del patio pintado con cal. Giró para volver a observar la habitación. La sombra en movimiento de algo que no pudo precisar qué era, traspasó el orificio central de una moneda que estaba incrustada de canto en la ranura de unión de los tablones del piso de pinotea.