En una entrevista para la televisión española en 1977, cuando le preguntaron sobre el tema del primero de sus libros publicado con su nombre y titulado “Los Reyes”, un poema dramático sobre el mito de Teseo y aparecido en 1949, Julio Cortazar reflexionaba sobre el Laberinto: “Existe la versión oficial del mito: Teseo es el héroe que entra en el laberinto guiado por el hilo de Ariadna para poder volver a salir y busca a ese moustro espantoso que es el Minotauro, que devora a jóvenes rehenes y entonces lo mata y sale como el gran héroe. Yo vi eso totalmente alrevés: yo vi en el minotauro al poeta, al hombre libre, al hombre diferente y que por lo tanto es el hombre al que la sociedad, el sistema, encierra inmediatamente, a veces lo mete en clínicas psiquiátricas y a veces lo mete en laberintos, en ese caso era un laberinto, y entonces Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden, él entra allí para hacerle el juego al rey Minos, es un poco el gánster del rey, que va ahí a matar al poeta; y efectivamente en mi poema, cuando conoces el secreto del Minotauro te das cuenta que no se ha comido a nadie, que el Minotauro es un ser inocente que vive con sus rehenes, juega y danza y todos son felices, y entonces llega este joven Teseo, que tiene los procedimientos de un perfecto fascista y lo mata inmediatamente.”
Soy el peregrino en su patria, / camino del cielo rojo en batalla florida; / partido entre la piedra y la flor, / cobijado por Mictlateputli, / el dios del ayer.
En su más reciente poemario “Laberintos de la mente”, Octavio Jiménez asume la personalidad descrita por Cortazar. Él, es el dueño y señor del laberinto, y al mismo tiempo huésped distinguido, indeseado, benévolo, maldito, de esos pasillos intrincados, de rumbos confusos y virajes eternos sin salida.
Largo trayecto de regreso, / en un inerminable / e inefable laberinto nocturno.
Los temas esenciales del poeta permanecen en estas páginas: el amor y por ende su reverso, que no es el desamor sino el olvido; la realidad versus el sueño y la naturaleza como envolvente y muda banda sonora de esas ensoñaciones y sucesos reales.
Sueñas para no volver a despertar, / para vivir eternamente / la dulce canción del amor.
Pero aparecen en el espectro poético del tepejano nuevas preocupaciones, propias de una pluma que ha envejecido, por fortuna de quienes somos sus lectores más devotos, y que amplía su tesitura poética para abordar aristas, ocultas hasta ahora como deudas reflexivas que comienza a pagar.
En el pasado / te burlas del presente, / lloras por los macehuales en abril / y apagas la sed del mundo.
El primero de ellos es la prehispanidad, como herencia y consecuencia; el poeta se reconoce como eslabón de una estirpe ancestral, raíz que pinta de cosmogonía la piel y la mirada del mundo, de un imperio ligado íntimamente con la naturaleza y mezclado en los siglos hasta la disolución zafia de la modernidad.
Llora macehual que de tu grandez, / el amante sólo existe.
A partir de reconocer la herencia deformada, se despierta en el poeta, como un desencadenamiento natural y congruente, la memoria, en una poesía social que irrumpe en sus temas como un pulso latente desde hacía tiempo; enfrentar al poder con la palabra, cobijar a los caídos con una voz rebelde a cuello, determinado a que no haya perdón ni haya olvido.
¿Dónde te dejaron? Eran cuarenta y tres / ¡Donde están! / ¡Los queremos vivos! /Clama la madre / Clama el padre / Clama el viento, / Claman las piedras / Clama el sol y la vida. / Claman las voces del 68 / Claman las voces del 71
Pero para desmenuzar la horrenda materialidad de lo que somos, Octavio zurce sus pensamientos con un hilo onírico, de finura extrema, que lo mantiene impoluto en el lodazal en que ha tenido que revolcarse para describirnos como sociedad.
Aun así / no he muerto, / tampoco he resucitado / solo camino penosamente en el frágil hilo / de lo que llaman realidad / herida y andrajosa, / socavada por los más encumbrados en el poder (…)
Es esa, la crítica de nosotros como colectividad, la del propio e indivisible ser que en la intimidad de la lectura se mira en el espejo que Jiménez pule en sus versos, para mostrar en los reflejos, destellos que iluminan los rincones oscuros de su laberinto interno.
La cotidianeidad nos absorbe / nos devora, / nos carcome, / nos derrama el alma, / hasta volvernos / cuerpos vacios.
Pero es el amor la última salida, la cuerda que desatamos del cuello y cogemos con las manos para jalar de ella y alcanzar la orilla; el amor por la persona amada, como último hito para sobrevivir a este siglo que casi alcanza su primer cuarto, atolondrado, enloquecido, maloliente, arrollándonos con su desmañado actuar.
Tu mirada huele a hojas húmedas / caídas de árboles / en el umbral del invierno, / miradas que buscan los sueños olvidados.
No piense el lector en el amor romántico, terso en demasía; al contrario, el amor febril y determinado, alevoso y conciso; húmedo, lacerante y pertinaz.
Soy la luna y tú el sol, / soy el sol y tú la luna, / somos dualidad / eterna en un grabado bajo la piel, / que se funde en lo más profundo / de nuestras almas.
Pero hay tres nuevos destellos poéticos en el Octavio Jiménez que hoy leemos, que más allá de la sorpresa, me tocan y me conmueven, en el mejor sentido de la palabra, me mueven con. El primero de ellos es su fe, siempre presente en sus versos, pero develada hoy para mostrar uno de esos vericuetos de su pensamiento enfrentando la realidad de una época en que la tolerancia lo tolera todo excepto aquello que huela a cristiandad.
Manos que aun sangran por Sodoma, / por la injusticia, / el racismo, / la ambición, / la corrupción, / la pederastia, / la homofobia, / el feminicidio y el aborto. // De esas manos / fracturadas nació / en medio de la obscuridad / la esperanza, / la inmanencia del amor, / la fraternidad.
El segundo de ellos es el jazz, no la música en general, en exclusiva la síncopa y el contratiempo propio de una música que suena como la vida más que cualquier otra. Referencias sonoras que acompañan los pensamientos y que acompasan sus cavilaciones nocturnas.
Armonías que en el ayer se pintan de gris, / hoy solo son estrofas de un deseo / ahogado en la nostalgia de un sueño. // Notas de un Sax / olvidado en el tejaban del alma, / que dibujan siluetas / en la gélida noche de otoño. // Acordes del piano, / sinfonías adyacentes a la serenidad nocturna.
Y por último, el humor, pulcro pero puntilloso, cuña precisa en el poema titulado “Polvo de estrellas” donde después de sufrir la mordida canina, no le ocurre lo que le habían contado, sin que la secuela pierda encanto.
¡En fin! / hoy desperté / y no me volví polvo de estrella, / soy solamente un sueño / en medio de una resaca / de Diego Rivera.
Como último requiebro me queda decir que este paseo que Octavio Jiménez nos ha dado por los sempiternos laberintos de la memoria, como el mismo los llama, resulta ser una pieza sustancial en el rompecabezas (otro laberinto, al fin) de una obra poética que el autor ha ido forjando en los últimos años; una pieza de forma elegante, madura y estremecedora que describe al poeta desde otra de sus ángulos, lo que en la literatura resulta ser un retrato de cuerpo entero.
Soy la bruma, / Soy la noche, / Soy los recuerdos del hombre, (…) Soy canto, / Soy el viento, / Soy simplemente / el poema.