Por: Alejandro Ordóñez

¡Que corran el llanto,
la sangre
y el fuego …
como el agua!

(León Felipe)

Con todo el respeto que se merece nuestro insigne poeta Pablo Neruda, voy a tomarme la libertad de parafrasearlo.

Podría escribir los versos más tristes esta noche, escribir, por ejemplo: la noche está estrellada y tiritan rojas las bombas -a lo lejos-, antes de soltar su carga de destrucción y fuego sobre escuelas y hospitales, sobre centros comerciales y unidades habitacionales de ciudades en el desamparo.

El viento de la noche gira en el cielo y llora por las víctimas de la guerra; por esos niños inocentes cuya existencia les fue arrebatada injustamente cuando ni siquiera sabían a qué vinieron al mundo, llora por esos huérfanos que preguntan por sus padres y las criaturas mutiladas que deambulan por las calles en busca de alguien que se apiade de ellos y les dé un poco de cariño o alimentos para llevarse a la boca; llora por los médicos y enfermeras asesinados en hospitales y clínicas mientras luchaban por preservar la vida o atenuar los dolores de sus semejantes. Llora por los ancianos, los hombres -carne de cañón- y sus mujeres en el desamparo.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ellos, víctimas propiciatorias llevadas por la fuerza a las trincheras, sin importar el destino que les aguardaba… y el llanto cae al alma como al pasto el rocío.

Si Dios viviera aún, si los dioses de todos los tiempos vivieran todavía, me gustaría pedirles que impusieran la paz entre su gente, pues dicen que no se mueve la hoja del árbol sin su aquiescencia; que se reúnan en secreto conciliábulo para dirimir sus diferencias, que dejen de sembrar ira y rencores entre la gente, que se maten entre ellos -si es tan feroz su odio-, en lugar de inmolar a sus creyentes. Lo dijo el inolvidable León Felipe, vinieron a abrir las heridas, no a cerrarlas; vinieron a encender hogueras, en vez de apagar fuegos. Si me fuera dado les pediría que de sus sagrados libros litúrgicos arrancaran esas páginas que algunos malvados dijeron escribir en su nombre, en los que se ordena destruir y matar al hipotético enemigo; o mejor aún, que no haya enemigos de nadie.

Me gustaría que sacaran del templo -a latigazos-, a esos mercaderes de la guerra que medran con el dolor y la tristeza, obligarlos a fabricar tractores en lugar de tanques, a sembrar alimentos y flores en lugar de sus proyectiles letales. Que saquen también del templo a los banqueros -financieros de la masacre-, y los obliguen a levantar, con sus cuantiosos caudales, las ciudades que su ambición destruyó.

Me gustaría también pedirle a Satanás que de una buena vez se lleve al infierno a esos presidentes y primeros ministros de los imperios, que guiados por su ambición y en nombre de la patria permiten el aniquilamiento de personas y ciudades.

Sí, estoy seguro, al ver este panorama de miseria y sufrimiento, podría escribir los versos más tristes esta noche.