El aparente reloj de péndulo marca el tiempo que sucede dentro de la blanca habitación. Las paredes lisas, sin adornos, delatan un espíritu ascético a pesar de la gran sombra que habita en ese cuarto donde el sonido es inexistente hasta que una pesada puerta de metal quiebra aquella esterilizada paz. La luz entra, desenfunda su rayo contra las sombras y define las formas. A la derecha, una cama desordenada; al centro un cuerpo pendular, reloj araña que baja del techo.
«Capto la seña de una mano y veo que hay una libertad en mi deseo; ni dura ni reposa; las nubes de su objeto el tiempo altera como el agua la espuma prisionera de la masa ondulosa.» El mundo se presenta como un gran camino explorado, pero desconocido, pues el tiempo ha borrado las huellas de los viajeros. La mano y el deseo; las nubes y la espuma; el cielo y el océano, dos abismos azules entre los que aparecemos como una mancha intentando dar forma y sentido a la piedra que pisamos.
«Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni descansa. Cuando en una agua adormecida y mansa un rostro se aventura, igual retorna a sí del hondo viaje y del lúcido abismo del paisaje recobra su figura.» ¿Cómo creer en Dios cuando aquí nada es eterno? La muerte mora en cada rincón; en el borde del empedrado un agujero nuevo es destapado por aquí y otro recibe los últimos golpes de tierra para ser tapado. Todo se muere, todos se mueren, primero bajo tierra, luego en la memoria.
Los dos extremos a los que nos sujetamos son Eros y Tánatos, y entre estos hay otros más evidentes: lo apolíneo y lo dionisiaco. Los versos que hemos leído entrecomillados pertenecen al poema “Canto a un dios mineral” de Jorge Cuesta (1901-1942). Este poeta mexicano se dedicó también a la química, cuando formó parte de ‘Los Contemporáneos’ fue apodado ‘El alquimista’, sin embargo, Cuesta demostraría años más tarde que su búsqueda no sería la de la piedra filosofal, la del oro sagrado, sino la del nigredo, y su posterior reverencia para someter la materia.
La experimentación con enzimas en sí mismo llevó a Cuesta a padecer múltiples enfermedades. Él desarrolló sustancias que supuestamente convertían el agua en vino, que evitaban la ebriedad y detenían por completo el envejecimiento del cuerpo, su interés científico estuvo ligado por entero a la experimentación y magnificación de las experiencias dionisíacas; los primeros versos del poema que aquí se cita dejan claro esto cuando se habla del deseo.
“Canto a un dios mineral” es un poema dedicado a la materia y al mar, cada estrofa fue pensada a partir de los elementos que constituyen al océano, el dios mineral. Si bien Cuesta dedicó mucho tiempo a su escritura, las últimas estrofas tuvieron que ser redactadas precipitadamente. Después de los treinta años, Cuesta comenzó a sufrir trastornos mentales, no se sabe si por la autoexperimentación que practicaba. Debido a una recaída tuvo que ser internado en un manicomio, pero antes de dejar su vivienda concluyó en minutos su poema.
Jorge Cuesta terminó su vida suicidándose en su habitación del hospital psiquiátrico. Los enfermeros lo encontraron colgado con sus sábanas. Su cuerpo allí suspendido, balanceándose, fue como las olas del dios mineral desintegrándose en un movimiento perpetuo bajo las formas efímeras de las nubes. El dios mineral es una burla, su eternidad no está en su trascendencia, sino en morir constantemente. En cada ola que se rompe contra la orilla, el mar se aniquila a sí mismo, es el más grande suicida que hayamos conocido.