En quince días se sentó en la silla de ruedas.
El proceso de su enfermedad tardó únicamente ocho meses, contaditos por cada uno de sus hijos, como si de cumplemeses del bebé se tratara.
Los pleitos se sucedían todos los días entre los siete retoños de la mujer.
–¡Hay de ti si algo le llega a pasar a mi madre! Mejor te escondes porque no te gustará lo que verás.
–¡También es tu madre! Todo lo arreglas desde Monterrey y mandando dinero, pero no sólo se trata de eso, sino de verla, de estar con ella.
–Por eso te digo: si algo le pasa a mi madre te las verás conmigo, porque es tu obligación cuidarla.
–¿Mi obligación? ¿Y tú no eres su hijo?
–Sí, pero tú eres mujer y es tu obligación cuidarla.
Las semanas se iban así, entre aventarse la culpa unos a otros; entre entradas y salidas al Seguro, siempre por el lado de urgencias, hasta que Lupita se estabilizaba y de nuevo a casa.
Su piel ceniza, casi negruzca, anunciaba el estado de su cuerpo por dentro; debía estar así en cada uno de sus órganos; la vida se le escapaba sin poder retenerla, ni con los medicamentos ni a través del alimento.
El problema fue esa gran decepción de hacía años; esa terrible situación que la llevó a conectarse a la botella de alcohol para no soltarla ya.
-.Cirrosis hepática –les dijo el médico. Y a partir de entonces, todo fue en declive.
Cuatro hermanas y tres hermanos que le nacieron a la mujer. Y de todos ellos, sólo dos a cargo del paquete.
–¡Tú por largarte a trabajar descuidaste a mi madre!
–Pero si no soy la única de sus hijas, también están ustedes que nunca vienen a verla.
Los días transcurrieron entre reclamos y la pasadera de la responsabilidad de uno al otro en tanto Lupita dejaba poco a poco de caminar, de hablar, de comer.
En unos meses se fueron al traste 63 años. La doctora le dijo que tenía una edad biológica de 95; sus ojos y uñas amarillos, su expresión de cansancio y su carácter doblegado hablaban de una condición casi irreparable, de un shock nutricional.
Si el hígado estaba dañado, seguro que no había mucho por hacer; la farmacia del cuerpo estaba cerrando y no había los medicamentos que por sí produce el cuerpo humano para defenderse.
La crisis aumentaba entre los hijos, quienes lejos de mirar alternativas de nutrición emergente, enfocaban sus energías en peleas por la razón.
La mujer ya se encontraba en situación de emergencia, con los niveles de energía por el suelo y una verdadera crisis nutricional en la que este cuerpo ya no responde a la ingestión de alimentos, pues el hígado y los riñones no tienen modo de procesar, desdoblar y canalizar los nutrientes, al cerebro primero y luego al resto del cuerpo.
La familia agonizaba. Y lejos de tenerle los cuidados recomendados por los médicos, el hermano mayor consentía a su madre dándole leche, cemita de pata y todos aquellos alimentos prohibidos por el médico “para que no se enoje mi madrecita” o “para que tenga un gusto”.
No se trataba de gustos ni caprichos, sino de comprender que su cuerpo ya no podía con él mismo y había qué ayudarla en su recuperación.
Muy a su pesar, cayó en la silla de ruedas, porque la ausencia de músculos le impidió dar un paso más. Se negó a sentarse hasta que sus piernas desguanzadas la obligaron.
Ahí está como un hilacho, esperando a que el Señor venga por ella, porque de sus siete hijos, sólo dos están ahí, al pendiente, angustiados, sin saber a ciencia cierta qué es lo que deben hacer.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
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