¿Somos la suma de las adversidades o la resta de las virtudes? Los números parecen no mentir cuando a través de fórmulas sofisticadas, de abstracciones únicas de lo tangible, demuestran la armonía de aquello que no es humano. En todas las civilizaciones los números están presentes, ya sea en sus mitos, edificios, o ciencias. El árbol de la vida de los judíos contiene once sefirots que resumen al cosmos. Los textos genésicos del cristianismo nos dicen que el cero se hizo todo antes de la llegada de la luz, y que el primer hombre se hizo en dos para estar acompañado por una mujer. El más grande misterio del catolicismo está dentro del número tres y los pitagóricos consideraban al cinco cuando expresaban la armonía. Los números forman parte de la vida intangible del ser humano, son el rostro comprobable de lo sagrado.

El pasado siglo se escribió un poema numérico que hasta hoy ha transitado entre nosotros casi desapercibido, su título es “Cifra de muerte” de José Lezama Lima, el poeta cubano que dedicó su trabajo literario a la isla castrista y que perdiera el apoyo de este régimen cuando se encontraba en una edad madura, las razones fueron la molestia que causó su novela ‘Paradiso’, así como un premio de poesía que entregó a un escritor mal visto por el gobierno cubano. Llama la atención el poder que tiene la literatura para iniciar o terminar relaciones políticas; la palabra es poder.

Leamos los primeros versos de este poema: «Lo coronó con números la muerte y amenazas de grieta la alborada de la pluma, verde y fácil, espejada en el rincón que pájaros divierte.» Este poema, como muchos otros del mismo autor, son neobarrocos y, por lo tanto, están voluntariamente complejizados. Ésta, que es la primera estrofa, nos habla de una corona de números, es la temporalidad a la que estamos sujetos; la luz encumbrándose forma parte de la escena confusa. El resto del soneto dice: «En su infinito pedernal advierte luz insolente, fuego que no es nada. El paisaje del ave le convierte a la pausa sin gesto por cansada. Una mitad desvela, y otra mitad —farol, puente celoso y agua rebotante— cambia sus caballos, viene de muy lejos, pues de la nada, crujiendo, caerá la flecha que viene más distante y el rocío que sudan los espejos.»

Los versos son cautivadores y enigmáticos. Aves y fuegos están presentes desde el inicio y permanecen casi hasta el final. Aparecen dos mitades, como los rostros de Juno, la primera lleva consigo un secreto, acaso el sentido de la vida tan anhelado; la segunda mitad es más hermética, sus corceles son como los de Helios, pues se les llama «farol», a esta otra mitad podríamos concederle la dimensión de lo oculto, pues advierte aquella saeta que se lanza desde la nada, como en el Génesis, lo que viene desde cero para ser algo.

El último verso es albino: «el rocío que sudan los espejos», es el agua que surge con la alborada; agua y espejo, doble reflejo, doble condena, pues el agua y el espejo multiplican las apariencias. El ser humano es duplicación, error, cálculo aberrado de la geometría sagrada que hasta hoy permanece, como la imagen del Divino Preso, coronado de números en su celda, mientras la luz que se filtra por la mirilla de la puerta ilumina su rostro melancólico retratándolo en una negra pintura de funestos claroscuros.

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