Quién sabe qué tenía Don Pepe de especial, aparte de una cabeza sin pelo.

Supongo que un día murió, junto con la tienda, porque la cortina cerrada a partir de entonces fue como la evocación de una mortaja que no se volvería a abrir.

Nadie dijo nada, o al menos nuestros oídos de niños no lo escucharon, sólo la clausura del local nos llevó a reflexionar al respecto.

Los pequeños no escuchábamos las pláticas de adultos y ellos tenían el cuidado de hacérnoslo saber, así que ellos a platicar y nosotros a jugar en el largo patio que entonces, según mis cálculos, debía medir como un kilómetro.

La tienda estaba en la colonia Álamos, otrora Distrito Federal.

–Ve con Don Pepe, te traes un Pato de naranja, una Lulú de grosella y un Jarrito de tamarindo. Llévate la bolsa del mandado, por ahí pasas por un kilo de tortillas.

Y comenzaba el viaje: la tienda de Don Pepe era un almacén gigantesco lleno de colores, aromas y tentaciones que siempre nos dejaban con las ganas: si bien podíamos comprar golosinas por algunos centavos, debíamos entregar de regreso el cambio justo, así que el paseo por los anaqueles, el refrigerador horizontal y tanta cosa que colgaba de los muros, se convertía en una invitación a mirar, respirar y añorar todo aquello que si acaso, podríamos aspirar a poseer de una sola cosa por mes.

Había entre tanto producto, mercancía favorita, como los pastelillos, pero cosa aparte que considerábamos poco menos que mágica, era acceder a unas cartulinas tapizadas por pequeños chicles Canel’s pegados, que al desprenderlos, en la cartulina aparecía un número; si éste empataba con el de uno de los juguetes colgados al lado, podíamos llevarlo en una especie de lotería instantánea.

Superando este juego tan simple pero tan lleno de emociones por el suspenso que generaba al esperar que el chicle fuera el ganador, estaban las Suertes, que competían directamente con los Canel’s, pues producían una carga mayor de emociones que se convertía en ansiedad por abrir los paquetes.

La Suerte era un envoltorio de papel de china torcido por las orillas y en su interior se hallaba un cartoncillo enrollado que ocultaba dulces y juguetes de plástico. Los colores de las suertes eran chillantes y todo en su conjunto producía una ensoñación que creo, únicamente los chamacos tenemos el privilegio de sentir.

Don Pepe, como adulto que era, tenía la facultad para largarnos cuando nuestros gritos o travesuras trastocaban la tranquilidad de su tienda, atendida por él y su señora esposa; puede que su calva se alzara como una barrera y entonces lo veíamos con una especie de miedo-respeto, pues su mujer, bonachona y amorosa con nosotros, era más consecuente con las barbaridades de nuestra edad.

Luego de su muerte, Don Pepe dejó un hueco en la esquina de Cádiz con 5 de febrero y en nuestras almas infantiles la añoranza por algo que no entendíamos, pero que era seguro que no volvería.

Esa energía que se construye con los días, las relaciones, el devenir de las vidas que se cruzan para luego soltarse. Ya no hubo más gritos y reprimendas; no más paseos por sus anaqueles; no más aroma a miscelánea ni sueños por poseer las suertes o los premios de los chicles.

Se fue Don Pepe y con él la infancia, las correrías, la libertad de los juegos mientras los adultos discutían pláticas sólo para ellos.

El aire sobre las banquetas arrastró los recuerdos de tiempos idos que ya no están ahí, sólo en la mente de quienes una vez fuimos niños, los pequeños clientes de Don Pepe.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

columnaalascosasporsunombre@hotmail.com

@ALEELIASG

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