¿Para qué lo hacía? No lo sé.

Solía meterse a todos los baños que encontraba.

Era una manía por tomar fotos en cada uno; por igual a los lavabos en fila, a los mingitorios que como soldados sólo esperan formados, o a los WC, a los cuales les abría la puerta como si quisiera sorprenderlos en una travesura. A veces sólo entraba a eso, a tomar fotografías.

Cuando no, hacía sus necesidades sin quitar la vista de los muebles, las llaves, los agujeros que se llevan la porquería hacia ese universo negro donde se enredan los desechos en los que nadie quiere pensar. Y al terminar, luego de lavar concienzudamente sus manos, tomaba una o dos fotografías desde buenos ángulos, porque no lo hacía así porque sí. Hasta eso, tenía estética en las tomas.

Luego de un rato de contemplación, imaginaba que el mundo se quedaba sin agua y entonces todo ese mobiliario no tendría sentido: los grifos encaramados sobre los lavabos no escupirían nunca más; las tazas quedarían secas porque el agua se evaporaría con los meses que entrando a los tocadores, arrasarían con todo rastro viviente.

No más baños, parecían gritarle los enseres como tontos juguetes descompuestos; también el toallero quedaba vacío: un hocico sin dentadura que habría perdido hasta la lengua de papel.

En ocasiones le parecía ver la sombra de una mujer trapeando todo aquello donde gotean los orines; se quedaba esperando hasta que el ánima se desvanecía mientras jalaba el mechudo de un lado al otro; estaba seguro que eran apariciones grabadas en la energía del ambiente.

Siempre, al llegar al umbral de los sanitarios, miraba el de damas y una curiosidad voyerista se apoderaba de él: en el de hombres hay mingitorios ¿qué habrá en el de mujeres? Era la duda de siempre. El escozor que se le entremetía se volvía un impulso reprimido de escabullirse a tomar la foto. Pero nunca se atrevía, únicamente quedaba en el intento, como quien se arrepiente de lanzarse al agua desde el trampolín de 10 metros.

Finalmente dejaba una mirada en los espejos y dispensadores de jabón, imaginaba que ya no habría reflejos y que los vidrios morirían de inanición mientras las jaboneras quedaban con costras por dentro, pues el líquido se habría secado con el traquetear del tiempo.

Contaba lavabos, mingitorios y cubículos para ver hasta dónde llegaba el que más tuviera; llevaba en la mente los récords de aquellos que más muebles poseían.

El éxtasis lo invadía al conseguir entrar al baño del lobby en algún hotel de lujo; entonces sus ojos no podían dejar de solazarse en los acabados: maderas, mármol y todo aquello que, tocado por la magia de la decoración, derramaba riqueza hasta en el lugar de los desperdicios humanos. Ahí se daba gusto haciendo más de tres fotografías.

–Buenas tardes.

Su corazón rebotó y el sudor le testereó el espinazo. Tenía el teléfono sobre su cabeza, apuntando hacia abajo para encuadrar la fila de lavabos; no supo qué hacer y la posibilidad de que el hombre que ahora orinaba, supondría que le faltaba un tornillo, le engarrotó las piernas.

Nunca esperó ser sorprendido ejecutando su pasatiempo, pues tenía cuidado de esperar a que no hubiera nadie o a apresurar sus fotos cuando el lugar estaba vacío.

–Buenas –apenas dijo, sin saber qué actitud tomar.

El grifo desparramó su alma sobre las manos del intruso, quien por el espejo miraba de soslayo al fotógrafo de baños.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

columnaalascosasporsunombre@hotmail.com

@ALEELIASG

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