Tehuacán. Entre los pueblos nahuas y popolocas se daba y se da todavía una gran importancia a la muerte, la cual ocupa un lugar privilegiado. Sus ritos mortuorios son más impresionantes, fastuosos y monumentales que aquellos que festejan la vida.
Las honras fúnebres impactan y sobrecogen más que una coronación real o una misa pontificia. La hondura de la muerte penetra incisiva en la oscuridad de lo deseado, por que la muerte es incertidumbre total e inacabable.
Para los indígenas la muerte era una especie de estado superior, al que se llegaba sin angustia y con la aceptación madura ante un hecho natural, sin embargo, esto cambió con la conquista espiritual de México que se dio a través del teatro misionero y escolástico.
Entre los originales pobladores de América, el culto a los muertos data de hace aproximadamente 2 mil años antes de Cristo, de ahí que ésta practica suma ya más de cuatro mil años.
Culto complejo y atávico al que se puede aproximar mediante los entierros encontrados en diversos centros ceremoniales del país, en que el cadáver era acompañado lo mismo por objetos personales que por figuritas de barro representativas de deidades, máscaras de expresión patética, joyas y piedras estimadas: de cristal, rocas de jade, turquesa u obsidiana, maderas preciosas y metales como el oro.
Así se veneraba a los muertos, con sentimiento y saber, vestigio de grandeza prehispánica e hispánica, donde el culto a la muerte es simultáneamente el culto a la vida.
Según apuntes del desaparecido director fundador de la Casa de Cultura Étnica Popoloca “Xinatitiqui Kicia”, Sabino Carrillo Navarro, en el panteón prehispánico había tres lugares hacia donde viajaban los muertos: el paraíso, el cielo y el infierno y cuando el hombre prehispánico fallecía se enterraban junto a su cadáver objetos de cerámica, collares y placas recubiertas con mosaico y hasta metales.
“Los recintos que servían de morada o tumba como algunos que se observan en el municipio de San Gabriel Chilac, están colocados con la mirada hacía el oriente, tal vez para despertar un día en algún amanecer con la salida del sol y situarse en algún confín del más allá”.
Los popolocas, grupo social comprendido territorialmente entre lo que hoy es al norte del estado de Puebla, Quecholac; al sur, Santiago Coatepec; al oriente, Santa Catarina Otzolotepec y al poniente, San Juan Ixcaquixtla, siendo en total 36 pueblos (antes clanes) de habla popoloca, término que en náhuatl significa “hombre de otra nación y lenguaje” y que hoy se sabe fue una de las grandes culturas mesoamericanas a la que se atribuye la domesticación del maíz, el aguacate, el algodón, el jitomate, el chile, el amaranto, el frijol y el tejido de cintura).
Entre los popolocas, se precisa que allá por los años del 900 al 1500 después de Cristo, se tuvieron tres formas de enterrar y ofrendar.
Para los reyes y grandes personajes
La primera era la de los reyes y grandes personajes, a quienes se les sepultaba en un lugar especial llamado “Easate” que traducido al español quiere decir “ofrecer”. El Gran Señorío Popoloca de Cuthá (“Máscara”), ubicado en el actual municipio de Zapotitlán Salinas, tuvo un cerro como lugar de descanso para sus grandes hombres, en donde se les rendía veneración y respeto. Ahí, se sabe, fueron enterrados los reyes Xopantecutle: “Señor del Verano” y Xopánatl: “Agua de Verano”.
Aún cuando no se pueden detallar sus exequias, debido a que los vestigios arqueológicos están prácticamente destruidos y muchos han sido saqueados, todavía se aprecia una cripta que, de acuerdo a datos recogidos, es digna de un rey, así como parte de los escalones localizados en el lado sur, además de que en la cima del cerro, hay pirámides de presentación y ofrecimiento, así como pequeñas canchas para las danzas mortuorias.
Para los guerreros
El segundo tipo de entierro y ofrenda era para los guerreros. Cuando estos morían en batalla o por alguna enfermedad, se les enterraba sobre “la vil tierra”. Era un acto solemne, silencioso y triste, sin bombos ni platillos, y se dejaba que el cuerpo se “descarnara” por cuatro años, cumplido este plazo, empezaban los preparativos del funeral, el curandero exhumaba el cuerpo y preparaba la osamenta y los huesos con resinas especiales de modo que duraran más tiempo.
Se “emparejaba” un espacio de cuatro metros cuadrados, se hacían a escuadra las esquinas y ahí se construían una especie de tanquecitos de 60 por 40 centímetros y 50 centímetros de profundidad. En total eran cuatro tanquecitos que se cree indicaban los cuatro puntos cardinales, aunque hay otra hipótesis que refiere que esos tanquecitos servían para poner las ofrendas de la siguiente forma: en la cabecera del lado izquierdo se ponían los utensilios personales como pectorales, brazaletes y muñequeras, todo en oro, así como sus armas de ataque y defensa, por ejemplo, la rodela o escudo, su lanza, el mazo de piedra y de navajas y su inseparable honda de cuero de venado o de ixtle tejida.
En el tanquecito derecho de la cabecera le colocaban sus utensilios de uso personal como vasos, platos, cántaros con agua y no podía faltar la sal. En el tanque de abajo del lado izquierdo le colocaban algunas planchas de oro o un piso de arena de oro, se creía que éste era el intercambio o suelto para pagar pequeñas ayudas que le dieran y no podían faltar uno o dos ídolos que eran sus guardianes o guías.
En el tanque de la derecha de abajo, se ponían sus utensilios de ornato, como mascarillas, piezas de forma de animales como el jaguar, el tigre, el águila, todo esto de jade o jadeita, así como algunas piezas de cerámica policromada.
Los tanquecitos los pintaban de diferentes tonalidades: el primero de azul; el segundo de gris para representar el viento; el tercero de verde jade que simbolizaba el agua y el cuarto de un color crema que hacía alusión a la tierra.
El muerto era colocado al centro del cuadro y representaba el sol, así, interpretaban las cinco potencias del universo, ofrendando al difunto todo aquello para su dicha y eterno descanso.
La ideología de los popolocas era más bien espiritual, ya que no hacían sacrificios humanos, pues eran muy respetuosos con la muerte y muy humanos con sus enemigos, tan es así que los franciscanos en sus relatos refieren que los popolocas eran muy dóciles y sometidos.
Para los hombres comunes
La tercera forma de era para el hombre común y corriente, quien al morir, sin importar en qué forma, se le enterraba inmediatamente, se le envolvía en un petate muy bien “amarradito” en un lugar húmedo, dado que si no lo hacían así, tenían que mojarlo cada ocho días durante los cuatro años que duraba la descarnación, una vez cumplido este periodo, empezaban los preparativos para la exhumación del difunto.
Los encargados del entierro eran personas mayores de edad, muy respetuosas de los actos del funeral y por su ideología espiritual usaban un triangulo en partes iguales, en la punta colocaban una rueda de flores azules y en el centro de ésta rueda una flor blanca que representaba al cielo: en la esquina de abajo del lado derecho colocaban otra rueda revestida de verdolaga y al centro una flor azul que representaba el agua; en la ultima esquina, otra rueda revestida de flores amarillas que simbolizaban la tierra y al centro del triangulo colocaban al muerto poniéndole de cabecera una piedra redonda y en los pies otra.
A los lados del difunto se ponía utensilios según su posición económica y era costumbre que el hombre al morir, si había sido casado, le pusieran como parte de la ofrenda a su esposa o viuda, a quien enterraban viva.
No obstante que hay quienes consideran este acto como cruel, también, es importante destacar que la mujer durante los cuatro años que duraba la descarnación, podía vivir como quisiera sin ningún problema, pero llegado el día del entierro final de su esposo sabía que lo tendría que acompañar al más allá. Éste era un sacrificio inenarrable pero era un rito y, como tal, la mujer jamás se oponía.
Asimismo, se tiene que si el difunto era viudo o soltero, entonces, se le colocaba a su perro, a fin de que le ayudara a cruzar el turbulento río y pudiera llegar al valle florido para descansar eternamente.
San Gabriel Chilac, un ejemplo contemporáneo
Actualmente, se tiene que en San Gabriel Chilac -mismo que cuenta con aproximadamente 12 mil habitantes, todos bilingües y algunos trilingües, ya que dominan tanto el español como el náhuatl y/o el popoloca, y tienen como actividad principal el cultivo de ajo-, un ejemplo contemporáneo, ya que ahí se sigue desarrollando como antaño esta mística tradición.
En ese rincón de la geografía poblana, se expresa la advocación a la liturgia gregoriana galvánica y está catalogado como uno de los sitios que más impresionan no solo a nivel nacional sino incluso internacional, puesto que la devoción a los fieles difuntos encierra un aire de religiosidad y misticismo, resalta Margarita García Peralta, oriunda de esta comunidad.
De acuerdo a sus creencias, cuando una persona comienza su agonía, se genera también la “preparación del alma”, se le rodea y se le reza, se le rocía agua bendita y una voz madura lo reconforta con plegarias.
Se coloca un bracero o anafre y en una cazuela o comal se queman las reliquias (hierbas adheridas a las palmas bendecidas el Domingo de Ramos, como laurel, romero, manzanilla o la misma palmita).
El humo de esta acción ritual y el incienso o copal se impregna en el agonizante, despeja el camino y “ahuyenta” a los malos espíritus que pudieran atravesársele en su recorrido para llegar a los lugares de ultratumba o pulular.
Una vez que ha fallecido, se guarda su ropa en un “tlaquetza” o caja de cartón y se acomodan cerca del difunto. El cuerpo se envuelve con una mortaja o sábana nueva y se le deja semidescubierto el rostro para aquel que quiera verlo por última vez.
Se le viste según su santo devoto o como angelito si es pequeño. Éstas vestiduras son de papel o tela sencilla. Se le calza con unos huaraches suaves o sandalias “para que en su caminar hacia la supervivencia eterna no llegue descalzo ni padezca al lastimarse los pies con piedras o espinas”.
En el ataúd se le pone su “itácatl” o comida: pan y tortillas para alimentarse en su caminar. Se agrega agua bendita dentro de un “guaje” (calabazo pequeño) y una jícara chica para servirse y calmar su sed. Entre sus manos se le acomoda o ata una palma bendita en forma de cruz y se amarran unas monedas con un trapo o pañuelo para pagar alguna deuda pendiente. Todas estas anticipaciones constituyen ya una ofrenda.
Cuando alguien fallece: familiares, vecinos, amistades, compadres y ahijados, se congregan y aprestan para despedir al difunto y colaborar con los deudos, donando cirios, veladoras, ceras, flores, floreros, adornos o coronas. Amén de un obsequio monetario que se entrega personalmente o se deposita en una charola que se instala en la parte inferior del frente del altar donde yace tendido el cuerpo, al que se le reza y vela durante toda la noche.
Marchas fúnebres inundan el ambiente y la singular música desprendida del viento que producen los fuelles del armonio se hacen presentes, quedando como testigos fieles de penas y sufrimientos.
El primer preparativo para la ofrenda “nueva”, festiva y suntuosa consiste en sembrar la semilla, el polen que se depositará en la tierra en los primeros cinco días del mes de julio para estar en su punto a finales de octubre y principios de noviembre y dar lugar a la flor del panteón azteca: el cempasúchil, el maíz colorado y otros productos de temporada.
Se seleccionan las mejores frutas: naranjas, manzanas, mandarinas, plátanos, duraznos y guayabas. Se preparan los tamales, el atole y el mole de guajolote, reservando para el “huésped” la pieza de carne que más le gustaba y tampoco puede faltar el pan de burro o redondo, originario de San José Miahuatlán.
Es así que, sin reparar en que los gastos van de mil hasta cincuenta mil pesos, según las posibilidades económicas de cada familia, la colocación de altares monumentales y ofrendas que acompañan el culto a los muertos, son una costumbre que “se resiste a morir”, debido a que están íntimamente ligadas al ideal religioso, la fe y la supervivencia divina.