«Cada día levanto, entre mi corazón y el sufrimiento que tú sabes hacer, una delgada pared, un muro simple. Con trabajo solícito, con material de paz, con silenciosos bienamados instantes, alzo un muro que rompes cada día.» ¿Qué es lo que separa este muro que levantado está entre dos cuerpos? Sencillamente, los corazones que han dejado de alimentar sus cuerpos para latir al unísono mientras la sangre se desborda como una fuente colmada de sí misma.

El amor es un martirio no escogido, pero aceptado. Y aun cuando las almas se amen, sufren, porque ven al otro, a su reflejo, envejecer. Las citas que conforman este texto fueron tomadas de “El manto y la corona” (1958) de Rubén Bonifaz Nuño, quien añade: «No estás para saberlo. Cuando a solas camino, cuando nadie puede mirarme, pienso en ti; y entonces algo me das, sin tú saberlo, tuyo. Y el amor me acongoja, me lleva de tu mano a ser de nuevo el discípulo fiel de la amargura, cuando desesperadamente trato de estar alegre.»

La imaginación es el territorio más cruel para los enamorados. Allí ellos buscan espejismos, hablan con fantasmas, creen estar frente al otro y tocarlo, pero al menor tacto se disipa y ni siquiera una sombra permanece. La imaginación despierta las más terribles pesadillas para quien, queriendo poseer, se descubre en soledad. Amar se convierte, entonces, en el acto de conocer el universo entero en una sola persona: « Mi voluntad, mi sangre, mis deseos comienzan hoy a darse cuenta: en todo lo que haces, se descubre un secreto, se aclara una respuesta, una sombra se explica.»

Darse cuenta, revelación, el discípulo fiel de la amargura pronuncia la vetusta frase ‘fiat lux’ y el caos se trastoca en cosmos. El alma habla con su complemento, lo busca, lo venera y se entrega sin restricciones. Todos los amores comienzan puros, y sólo unos pocos se reponen al rigor de la rutina que termina sepultando las pasiones. ¿Hay algún secreto en todo esto? La respuesta es increíble por sencilla: despojarse de todo egoísmo, pues la aniquilación del yo es necesario para que brote el nosotros.

«Amiga a la que amo: no envejezcas. Que se detenga el tiempo sin tocarte; que no te quite el manto de la perfecta juventud. Inmóvil junto a tu cuerpo de muchacha dulce quede, al hallarte, el tiempo.» Una llama arde, brilla y en sí misma se consume. En cada gemido, en cada exhalación, las almas se fugan de sí mismas y regresan convertidas en algo más. ¿En qué? El amor calla de este lado y del otro nadie responde, pero todos saben que es Tánatos apurando sus largas zancadas para mudar en putrefacto aquello que nació de lo placentero.

El amor es tiránico e incorregible. Su manto, el cuerpo, y su corona, el alma, son el atuendo con que las almas se visten y los cuerpos se adornan a fin de iniciar el baile del cortejo que irremediablemente muda en danza fúnebre. Amiga, no envejezcas tu alma aferrándote a las vanidades de este mundo.

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