Hemos venido a encallar aquí, en aguas poco profundas y en desiertos fértiles para extender la miseria, para sembrar la memoria y encumbrar al sueño. Hemos venido a morir aquí, en campos apacibles y en ciudades tormentosas, con un crucifijo en el pecho, con una mirada hacia el cielo y una duda en la sangre. Hemos venido a mirarnos aquí, en espejos rotos y en lagos maltratados para matar a Narciso, afilar la mirada y pronunciar nuestro nombre: misterio.

Es media noche y el demonio aparece, se abre la tierra y el monarca del fuego toma su sitio rodeado de su corte de sacerdotisas. Es la noche de Walpurgis, la noche donde las brujas se reúnen para matar al invierno y sacar de su vientre a la primera flor del año. Lucifer, Belzebú, Satán, no importa su nombre, pues procede de la misma sabiduría inoriginada del génesis. La música se acalla y de su furia nacen estas palabras: «¿Quién dice que los hombres nos parecen, desde la soledad del firmamento, átomos agitados por el viento, gusanos que se arrastran y perecen?»

Las brujas le responden: «¡No! Sus cráneos que se alzan y estremecen, son el más grande asombrador portento; ¡fraguas donde se forja el pensamiento y que más que nosotras resplandecen!» Llamas, ardientes y variables, en su inaprehensible silueta todos los rostros nacen y mueren. Todos los Cristos de la historia ardiendo por una misma causa: el conocimiento. Esta es la enseñanza por la que ellas han invocado a su señor del inframundo.

El aquelarre se aviva como los cráneos luminosos que desde las alturas cósmicas titilan yendo y viniendo sin poso ni descanso. Cráneos, cráneos amorosos y pestilentes que se gozan y se matan en un beso y en un disparo; cráneos que hacen música y pintura de la misma manera que embellecen sus dagas y sus garras; cráneos, cráneos donde la poesía habita y a pesar de esto los hace sentirse solos.

El macho cabrío habla por última vez: «Bajo la estrecha cavidad caliza, las ideas, en ígnea llamarada contemplamos arder; y es, ante ellas, toda la creación polvo y ceniza… Los astros son materia… ¡casi nada! ¡y las humanas frentes son estrellas!» El hombre es el Todo, a esto se reduce la enseñanza del maestro tenebroso quien abriendo una jaula deja salir al gallo que habrá de terminar con la ceremonia.

La “Noche rústica de Walpurgis”, de donde se tomaron las anteriores citas, fue publicada por Manuel José Othón en 1907. Comienza invocando la presencia del poeta y termina despidiéndolo a fin de que éste cante la reunión macabra en la que las brujas habrán de participar al lado de su perfecto amante. El poema ‘Las estrellas’ aparece únicamente para enseñarnos que el esplendor de la creación se encuentra en nosotros y que, distantes y moribundos, los vetustos astros nos envidian desde su insignificancia.

La jaula se abre y el gallo avanza, se posa en la punta del risco y hace venir al sol quien aún en su inmensidad es incapaz de alumbrar el interior del cráneo humano, hermética caja donde los amores más sublimes y los horrores más terribles han sucedido, y seguirán así, desde que el primer barco de un inmemorial puerto zarpó para venir a encallar aquí, en aguas poco profundas…

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