Cuenta Diógenes Laercio que en el siglo séptimo, antes de la era cristiana, Epiménides partió hacia el campo para que sus ovejas pastaran y debido a su cansancio se durmió en una cueva cercana; cuando despertó habían pasado cincuenta y siete años, y cando los griegos lo reconocieron lo consideraron un elegido de los dioses. Por esos días, una terrible peste asolaba a la región y le fue pedido a Epiménides que hiciera algo utilizando sus dones; él juntó a sus ovejas y las hizo caminar hasta el cansancio, y cuando una se detenía la sacrificaba y en su lugar erigía un templo para el dios correspondiente de esa región; sin embargo, Epiménides perdió el control sobre sus ovejas cuando éstas subieron a una colina y allí se echaron; su pastor las sacrificó en aquella cima alejada, y puesto que la región no se correspondía con ninguna deidad el templo se levantó con la siguiente inscripción: Νή τόν Άγνωστον, es decir, “Para el dios desconocido”. Y La peste desapareció.
Dos mil quinientos años después de este suceso, en lo que hoy llamamos Alemania, el poeta Hölderlin concebiría un largo poema llamado “El Único”; sus primeros versos son estos: «¿Qué es esto que me encadena a las divinas costas de la antigüedad y me las hace amar más que a mi patria misma? […] Pero ¡oh, dioses antiguos! […] hay todavía Uno que busco entre vosotros, al que más adoro […]». Hölderlin reconoce en medio de su politeísmo un origen supremo, un gen del cual parte el todo, incluidos las demás deidades.
Atormentado, prosigue: «¡oh Cristo!, aunque seas hermano de Heracles; y, me atrevo a declararlo, también hermano de Dionisos, […] tu Padre es el mismo que… […]» Las ideas son incompletas. Heracles es la representación de la fuerza y de la sexualidad; Dionisio es el dios de la locura sagrada y del vino; tanto Heracles como Dionisos son hijos de Zeus, pero también Cristo. Lo anterior propone que el dios encarnado está emparentado directamente con la cultura grecolatina y que un halo de misterio, de duda, lo rodea: « tu Padre es el mismo que…», el verso se queda en suspenso.
El poema inició en las esplendorosas cumbres de Zeus, pero se corrompe a cada paso más: «Algo se interpone siempre entre los hombres y Él […] Y Cristo, porque Dios lo quiso, también se quedó solo bajo el visible cielo y las estrellas». ¿Qué es aquello que nos separa del Único? La misma peste que a los atenienses les robaba sus vidas. El poema dice: «Mas toda palabra deja un indicio, para el hombre que sabe percibirlo», pero somos sordos, y tal vez Cristo también y por eso deambula en el espiritual desierto nocturno.
¿Quién es el dios desconocido que las ovejas de Epiménides descubrieron? Pablo de Tarso, en el siglo I, visitó este templo de la deidad ignota sugiriendo que se trataba de Cristo, y debido a que las ovejas hallaron a su pastor podría parecer que estaba en lo cierto. Hölderlin dirá «El Cristo sólo es signo de sí mismo», pero en esta redención residirá también su trampa, pues al ser hermano de Dionisos está emparentado con el dios que recibe a la cabra en su honra. Simbólicamente las ovejas y las cabras son opuestas y es, quizás, por esta disyuntiva y por su doble naturaleza que el ser humano, como el Cristo del poema, continúa vagando abandonado entre las dunas de un signo impenetrable.