Qué absurdo es cuando los adultos, que creen saberlo todo, recomiendan a los niños leer cuentos; quizás si ellos hubieran leído alguno durante su infancia sus vidas serían menos hediondas y sabrían que los cuentos no son para niños, sino para espíritus atormentados que, cansados del ajetreo cotidiano, buscan un refugio entre las mudas letras que, cuando se juntan, hacen más ruido que toda la vida junta. ¿Será, acaso, que la verdadera vida es aquella que experimentamos sólo cuando leemos?

Cuando los adultos recomiendan cuentos a los niños no pueden pensar en algo más allá que fórmulas gastadas hasta el hartazgo: “Había una vez”, “En un lugar muy muy lejano”, “Una princesa y un príncipe”, “En un enorme castillo”, etc. Si estos adultos que hoy hieden hubieran leído cuentos sabrían que no todos los castillos son bellos, que los lugares lejanos pueden ser tan hostiles como los cercanos, y que no todos los reyes engendran príncipes ejemplares destinados a luchar por la igualdad de todos los seres vivos del mundo; un ejemplo de este rey corrompido es “El rey burgués”, cuento del nicaragüense Rubén Darío.

El rey burgués se llama Mecenas y es un defensor de la corrección académica en letras. Vive en un palacio inigualable y, pensando que lo posee todo, se pasea por sus jardines indiferente. Un día sus lacayos le llevaron a un extraño hombre que se hacía llamar poeta y, Mecenas, que no tenía poetas, le pidió que hablara y éste dijo así: «Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. […] He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfume, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas débiles […].

«¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet! ¡Señor!, el arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone puntos en todas la íes. […] ¡Oh, la Poesía! ¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres, y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!… El ideal, el ideal…»

El poeta dejó de hablar cuando fue censurado por el rey burgués; un filósofo tomo la palabra y sugirió a Mecenas que le diera al poeta una caja musical para hacerla sonar a cambio de comida. El poeta, hambriento, aceptó y tocó sin cesar hasta la llegada del invierno, muriendo en el olvido y bajo la nieve mientras entre sus manos sostenía la manivela de la pequeña caja musical.

 

La insensibilidad estética del rey burgués, del filósofo, del zapatero y del farmacéutico del cuento (los académicos) sepultaron bajo la nieve a la poesía, pero así también lo hicieron los músicos, bailarines, escultores y demás artistas que vendieron su talento a cambio de vanas comodidades materiales. El palacio en el que los académicos y los artistas de vitrina se refugiaron es como las tantas instituciones corrompidas que hoy siguen dando a los espíritus libres, pero enflaquecidos por el hambre, una cajita para hacer sonar hasta la llegada del invierno.

Mucho se dice acerca de que los académicos son artistas sin talento, sin embargo, resulta más perjudicial para nuestra sociedad que los artistas, que deberían de llevar la bandera de la libertad humana, tuerzan el cuello como cisnes ante la mano hedionda de un rey burgués que recomienda leer cuentos a los niños.

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