Ana Luisa Oropeza Barbosa

Soy mamá de dos adolescentes que insisten en calificar a las noticias, que nos muestran la violencia callejera mexicana, como cómics baratos de ciencia ficción.

Durante años fui testigo de la lucha que libraron las madres por evitar que sus hijos jugaran videojuegos con contenido sangriento. El argumento de peso era que no se les debía de inducir hacia un entorno colérico y agresivo. Las encarnizadas batallas, con todo un arsenal que podían libremente elegir, para hacer estallar cuerpos y cabezas, salpicando las pantallas de las televisiones, al tiempo que se escuchaban los gritos de “¡te maté, te maté, tienes una vida menos!” provocaban en las madres compungidas una angustia tremenda.

¿Será que tuvieron algo que ver los videojuegos, con los que se entretuvieron de pequeños los adolescentes de hoy, para padecer el peor entorno de criminalidad y violencia que vive el país, después de que a Felipe Calderón se le ocurrió librar la lucha contra el narcotráfico para legitimarse en la silla presidencial?

Las noticias de tráilers llenos de cadáveres, opacando la belleza de la ciudad emblemática del mariachi y el tequila; las balaceras en los destinos turísticos más concurridos de Acapulco; los linchamientos y las masacres, en nuestra histórica Puebla, con gente quemada viva, se suman a las de años atrás con los cuerpos disueltos en ácido; las fosas clandestinas atiborradas de cadáveres visiblemente torturados; los cuerpos mutilados con la finalidad de traficar órganos; los secuestros y las extorsiones que han llegado al ridículo de tomar como presa a las mascotas. En una sociedad tan confundida, como en la que vivimos, es difícil diferenciar quién está peor, si el que secuestró a la mascota o el que pagó por su rescate.

Los adolescentes se han inmunizado con este tipo de historias, que se tejen desde Baja California hasta la Península de Yucatán. Hoy, no queda un solo Estado en el cual intentar refugiarse, el país completo hierve en caldos de impunidad, corrupción y violencia.

No les asombran las historias de los pequeños sicarios que defienden los ductos clandestinos del huachicol, cambiando vidas humanas por unos cuantos pesos, o por el reconocimiento estatutario dentro de sus familiares bandas criminógenas.

No se preocupan, no se inmutan. Están decididos a no detener sus vidas, a seguir saliendo de noche, a gastar su preciosa energía en las universidades y antros dignas de su edad y víctimas también de la delincuencia. Saben que viven al filo de la navaja, pero tristemente han aprendido a manejar esas emociones desde que nacieron.

Esta indiferencia de la juventud ¿será un síntoma de negación, enojo, impotencia, al saberse cercados por un sistema que no puede garantizarles nada, ni educación de calidad, ni salud, ni fuentes de empleo suficientes, ni oportunidades de desarrollo y crecimiento profesional y mucho menos, siquiera, su propia integridad física?

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here