Para una mejor comprensión del choque frontal y, al parecer, irreversible que está teniendo lugar entre los poderes Ejecutivo y Legislativo comandados por Morena y la alta burocracia del Poder Judicial, quizás haya que empezar por entender el contexto político, abandonar las entelequias y atreverse a llamar a las cosas por su nombre.

Si algo puede decirse acerca del México postrevolucionario, del período de transición a la democracia (1988-2000) y de las alternancias presidenciales (2001 a la actualidad) es que el Estado de Derecho y la división de poderes forman parte de los anhelos oficiales incumplidos.

Afirmar con todas sus letras que en nuestro Estado, ese ogro a veces no tan filantrópico, la tendencia dominante es que la ley se aplica al antojo del poder político y que el Poder Legislativo funciona sujetado a la voluntad presidencial es una evidencia que apenas vale la pena discutir en el ámbito de la verdad científica.

Para efectos de entender dónde estamos parados y lo que está en juego, nada más desafortunado que encuadrar esta colisión entre los poderes públicos como una cuestión de defensa de la división de poderes o la autonomía del Poder Judicial.

Resulta mucho más consistente con los hechos partir del entendido de que la batalla en torno al Poder Judicial que hoy se libra pone frente a frente a las élites impulsoras de la 4 Transformación con las élites del antiguo régimen (PRI-PAN-PRD), que hoy gozan de sus ventajas como promotores de las carreras de los ministros que hoy integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

La negativa de los ministros a ajustarse a las exigencias de austeridad republicana, de alto valor simbólico y de escasa consecuencia económica, dista mucho de ser el fondo del problema. A lo más, permite entender los incentivos que los ministros tienen para defender sus excesivos privilegios y asirse a la voluntad y el respaldo de las fuerzas políticas del antiguo régimen. Por de pronto, ahí están los indicios del activismo e injerencia de los ministros en el fallo de los magistrados del Tribunal Electoral en el caso de la gubernatura poblana.

Al buen entendedor, pocas palabras: el Poder Judicial se ha convertido en la arena de encuentro entre la 4 Transformación y el antiguo régimen. Puede darse por sentado que los reclamos en defensa a la autonomía del Poder Judicial son peroratas para legitimar el reagrupamiento de la coalición opositora.

Hasta donde es posible observar, AMLO tiene un diagnóstico claro del problema al que se enfrenta. Entiende perfectamente que la disposición contraria del Poder Judicial frente al proyecto que él encabeza es parte de la herencia del antiguo régimen, que durante 30 años construyó los entresijos para capturarlo.

Más aún, su entendido se extiende a las llamadas instituciones autónomas del Estado mexicano (INAI, INE, IFT, COFECE, INEE, Tribunal Electoral), cuyos órganos de dirección acusan la huella de la captura partidocrática, y que con alta probabilidad pueden operar como activos políticos de los intereses opositores.

A estas alturas del partido, el desenlace de la colisión con el Poder Judicial y las llamadas instituciones autónomas, luce inevitable. La ineficacia, la corrupción y los ostensibles privilegios del Poder Judicial, por un lado; y, por el otro, la desconfianza institucional generalizada de los mexicanos confiere la ventaja a AMLO en cualesquier iniciativas que emprenda.

Casi desde cualquier ángulo que se le mire, lucen mínimas las posibilidades de victoria de los representantes del antiguo régimen. Peor aún, en caso de optar por un curso de resistencia como el que hasta ahora exhiben, lo más probable es que se desencadene sobre ellos una presión sociopolítica sin precedentes.

Es difícil precisar si los opositores a la 4 Transformación tienen entre sus cálculos la estrepitosa derrota que les espera o si su lógica estratégica apunte a infringir cuando menos altos costos de imagen y presiones internacionales a AMLO.

Lo cierto es que, con independencia del desenlace anunciado, en el trasfondo de la historia yace el compromiso histórico de hacer de nuestro país un Estado de Derecho y con división de poderes.

La concreción de dicho compromiso, vale remarcarlo, nada tiene que ver con la resistencia jurídica y política del Poder Judicial ni con la defensa a ultranza de las élites del antiguo régimen. Por paradójico que parezca, tampoco guarda relación directa con el escenario de la victoria anunciada de AMLO.

Dos preguntas fluyen en el aire. La primera es, ¿más allá de su inminente victoria en este enfrentamiento, está en el ánimo de AMLO implementar una estrategia de rediseño del Estado y fortalecimiento de las instituciones en clave de autonomía y división de poderes?

Y la segunda, por su parte, apunta a dilucidar la factibilidad histórica de que una fuerza ampliamente mayoritaria y con enormes dosis de legitimidad pueda avanzar en un diseño institucional apto para autolimitarse.

En espera del desenlace, cabe hacer votos porque luego de la derrota del Poder Judicial y lo que éste representa, se abran los horizontes de la modernidad política en nuestro país.

*Analista político

*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo

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