“La sociedad del espectáculo” fue escrito en 1967 por el filósofo francés Guy Debord, y su tesis podría ser la siguiente: Toda realización humana contemporánea está determinada por la economía; la simulación dota de un sentido a nuestras vidas, pero éste es pasajero, por lo que al perder una máscara debemos reemplazarla inmediatamente con otra a fin de poder seguirnos mirando en el espejo, pero sin confrontarnos a nosotros mismos. Si antes el ‘ser’ estaba determinado por el ‘tener’, hoy, en esta sociedad donde las inequidades son tan abismales, hemos sustituido al ‘tener’ con el ‘parecer’. Al poner todo nuestro empeño en elaborarnos un disfraz perfecto, nos hicimos incapaces de saber quiénes somos. Así, entonces, nuestra aceptación en el mundo dependerá no de lo que somos, sino de los aparentamos.

Leamos el epígrafe utilizado por Debord, y que es tomado de “La esencia del cristianismo” de Feuerbach, pues resulta revelador: «Y sin duda nuestro tiempo… prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser… lo que es ‘sagrado’ para él no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad. Mejor aún: lo sagrado aumenta a sus ojos a medida que disminuye la verdad y crece la ilusión, hasta el punto de que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado.»

A pesar de que parecen opuestos, los males a los que se refiere Feuerbach (el cristiano vicioso) son esencialmente los mismos de los que habla Debord (el ciudadano endeudado), pues tanto uno como otro se han postrado ante el mundo, externo y seductor, de los sentidos, y olvidado del cuidado y del cultivo interior de sí mismos. El culto a la imagen hoy en día es excesivo. Todo se documenta, todo se archiva con pretensiones de eternidad en herramientas que, por ser humanas, son efímeras. Cada año somos testigos de los mismos eventos deportivos, musicales, políticos, religiosos y de cualquier otra índole; nada cambia, siempre es la misma ignorancia multiplicándose repetitivamente bajo diferentes vestidos, colores, rostros, pero todos ellos son máscaras, apariencias. Y cada año son los mismos ingenuos (cristianos o endeudados, qué más da) los que inclinan su cabeza ante el verdugo.

Evidentemente, como el cultivo de nuestra espiritualidad ha sido olvidado lo mismo ha ocurrido con los versos del poeta Horacio, del primer siglo antes de Cristo: «Dichoso aquél que lejos de los negocios, como la antigua raza de los mortales, dedica su tiempo a trabajar los campos paternos con sus propios bueyes, libre de toda deuda, y no se despierta, como el soldado, al oír la sanguinaria trompeta de guerra, ni se asusta ante las iras del mar, manteniéndose lejos de las multitudes y de los umbrales soberbios de los ciudadanos poderosos». Otro poeta, pero éste del siglo dieciséis, fray Luis de León, dice así parafraseando a Horacio: «¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruïdo, y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido; […] Un no rompido sueño, un día puro, alegre, libre quiero; no quiero ver el ceño vanamente severo de a quien la sangre ensalza o el dinero. […]Vivir quiero conmigo,  gozar quiero del bien que debo al cielo, a solas, sin testigo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo. […] Y mientras miserablemente se están los otros abrazando con sed insacïable del peligroso mando, tendido yo a la sombra esté cantando

Un último apunte. Es sabido que las palabras no han mantenido su significado original, sino que éste ha ido variando con los años. Concentremos nuestra atención en dos palabras: ‘estúpido’ e ‘idiota’. La primera, de raíz dudosa, podría venir de ‘stupere’ (paralizado), y ésta, a su vez, de ‘stultus’ (necio, tonto). En cuanto a ‘idiota’ el panorama es menos oscuro, viene del griego ιδιωτης [idiotes]. ‘Idios’ significa ‘particular’, y el idiota no es más que aquel que está dedicado a los asuntos particulares de su vida, es decir, al cultivo de sí mismo. El idiota, para los antiguos, era un individuo que no ocupaba cargos  públicos, ni tampoco acudía a las asambleas en el ágora por estar concentrado en sí mismo; pensemos, para ejemplificar esto, en los poemas de Horacio y de fray Luis de León. Sabiendo lo anterior, en nuestra voluntad queda decidir si queremos ser unos estúpidos que paralizados y faltos de inteligencia gozamos de las apariencias del mundo, o si nos convertimos en idiotas, a manera de los poetas antiguos, a fin de quitarnos la máscara y vernos, sin temor y por primera vez, ante el espejo de nuestra miseria.

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