En el umbral de los primeros 100 días de gobierno de AMLO, diferencias de grado aparte, las encuestas registran una tendencia de aprobación inusualmente elevada y consensualmente al alza, que a decir de El Financiero ronda hoy los 78 puntos porcentuales.
Desde el lado opositor, las suspicacias brotan espontáneamente y las tentativas fallidas de comprensión también. O los sondeos de las encuestadoras están hechos a modo para generar resultados trucados, o la efervescente popularidad de AMLO desborda los recursos científicamente disponibles de los expertos para dar cuenta de ello, o el punto de vista de los críticos acusa el mal de ceguera progresiva.
Conviene detenerse en esas probabilidades. La plausibilidad de la hipótesis del mega fraude informativo presupondría al menos dos condiciones de posibilidad necesarias aunque no suficientes: primera, plena cooperación de las encuestadoras para forzar ese resultado; y segunda, plena cooperación para guardar el secreto.
Hasta donde es posible observar, no existen indicios que brinden soporte empírico a la hipótesis de la conjura desinformativa ni tampoco a la verdad que le es reconocible a la afirmación de que asistimos en nuestro país a un fenómeno de legitimación ascendente y sin precedentes de un líder carismático.
Más complicado de descifrar resulta el escenario de la insuficiencia científico-metodológica para dar cuenta de los cómo y los por qué una fuerza política que logra un triunfo avasallante experimenta una tendencia creciente de legitimidad sin precedentes en la historia política internacional reciente, sobre todo si se desatiende críticamente la validez de la pregunta.
Una mirada pronta a las interrogantes de la crítica opositora basta para develar la premisa en que descansan: dar por verdad objetiva e inatacable los dichos de que la gestión gubernamental actual es punto menos que atroz. Luego de eso, es corta la distancia que conduce a la pregunta aparentemente inocua de ¿por qué la popularidad de AMLO crece como la espuma, pese a sus crasos errores en las decisiones estratégicas, a que el país marcha directo al desfiladero y a que no hay datos “duros” que indiquen una mejora en las condiciones de bienestar de los mexicanos?
A la mirada presuntamente experta de la crítica opositora, más allá de que lo callan por temor cierto o pudor falso, la popularidad de AMLO se yergue como un monumento a la estupidez colectiva. En su peculiar entender, un fenómeno inaudito, toda vez que atenta contra los estándares básicos de la racionalidad: los deseos perennes de estar bien (fines-valores), guiados por los creencias acerca de los mecanismos técnicamente efectivos para satisfacerlos (medios de la acción) y las virtudes de la inteligencia para sopesarlos.
Desde tal perspectiva, así, es dable colegir que se requiere estupidez extrema y generalizada como para experimentar mejoría o aceptación ante un líder tan populista y dictatorial como torpe para entender la lógica económica del mundo global y ajustarse a los designios de los grandes inversionistas.
Lo inexplicable —y, por añadidura, indigerible— para el punto de vista opositor es el comportamiento irracional y generalizado de los mexicanos de aprecio creciente hacia el presidente en turno, situación que es relativamente fácil de comprender explicativamente.
A la mirada típica promedio de los mexicanos, resultan loables decisiones tan controversiales como cancelar el proyecto del aeropuerto en Texcoco, pese a las cuantiosas pérdidas; combatir frontalmente la corrupción y retomar el control de Pemex, pese a las reacciones negativas de las valuadoras internacionales de riesgo; o impulsar el Tren Maya y redistribuir la inversión pública, pese a las reticencias de la industria del turismo.
Más aún, para colmo del entender racionalista estándar, dichas medidas no sólo gozan del aprecio colectivo, sino que son incorporadas como ingredientes que ensanchan el margen de experiencias del bienestar o satisfacción presentes de la población.
En tales circunstancias, la pregunta científicamente pertinente no es ¿por qué si las cosas van tan mal los mexicanos le tenemos tanto aprecio a AMLO?, sino ¿cuáles son las condiciones que hicieron posible la incubación y socialización generalizada de estándares de experiencia y acción tan favorables a AMLO y la Cuarta Transformación?
Los actos de resistencia de la crítica opositora, lo mismo intelectual que política, frente al éxito hasta ahora efervescente de AMLO, al igual que sus límites para entender dónde están parados, anclan en su indisposición para ver lo que no pueden ver: que un nuevo arreglo político emerge desde los escombros del Estado fallido y las espirales de la corrupción y la impunidad.
Los estándares de observación del punto de vista opositor, anclados en las distinciones clásica del tipo populismo-liberalismo o democracia-autoritarismo, entre otras, se tornaron marginales tanto en el plano de la observación como en el del obrar político.
El síntoma más claro e irrecusable de la intrascendencia explicativa y la esterilidad política del actual punto de vista opositor es su perplejidad confesa ante lo que para el lego de la 4T es claro: que sus síntomas de molestia y desaprobación ante las decisiones de AMLO no sólo son música para sus oídos, sino la prueba irrecusable de su inherente bondad.
El panorama opositor luce vacío y sin posibilidades en el corto plazo mexicano. La lucha por el premio a lo patético luce muy competida entre los resabios de la partidocracia, cuya extinción es cosa de tiempo; y los escombros de su intelectualidad orgánica, cuyos miembros siguen gozando de sus rentas y tienen trecho por delante.
*Analista político
*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo