En el entender de los observadores más agudos de la época, para bien o para mal, el siglo 21 está llamado a convertirse en el siglo de la ética. Y, quede claro: no se trata de una concesión gratuita a cargo de los expertos, sino del crudo reconocimiento de la altísima estima de la que hoy goza el sentido de la responsabilidad entre las generaciones de la modernidad tardía.

En la era global, la proclividad a moralizar cualesquier modos de obrar o de pensar, incluso a costa de los intereses pragmáticos o de corto plazo, se erige como el síntoma más inequívoco. Por ejemplo, no comprar la ropa de un fabricante que practica la pederastia o abusa de sus trabajadores; pagar más por un café, si éste es orgánico y sus procesos son respetuosos del medio ambiente; no votar por un político implicado en denuncias de hostigamiento sexual; o exigir la renuncia de funcionarios que se valen de sus cargos públicos para lucrar personalmente.

En tal contexto, apenas y hace falta buscar las razones para entender la tendencia creciente a la adopción de los códigos de ética, lo mismo en el ámbito empresarial que en el de la administración pública y las organizaciones de la sociedad civil. Y es que, independencia de giros aparte, las organizaciones enfrentan el desafío perenne de seducir la conciencia moral de sus integrantes, so pena de volverse víctimas de su desempeño ineficiente o de incurrir en prácticas de corrupción.

Una cuestión aparte y digna de ser analizada con detenimiento es la relativa a la naturaleza y potencial de transformación de la vida organizacional de los códigos de ética. Lo que trae al primer plano la necesaria distinción entre dos ámbitos funcionalmente diferenciados, pero similarmente enfocados hacia el manejo del deber ser: la moral, que en su forma reflexiva da lugar a la ética, concernida con el aprecio o desprecio de las personas en tanto que partícipes de la comunicación; y el derecho, concernido con la generalización de las expectativas de conducta.

Quede claro: mientras la moral se orienta hacia el perfeccionamiento de la persona como un todo —eticidad o integridad—, sobre la base de motivar la preferencia del aprecio o la bondad por sobre el menosprecio o la maldad; el derecho se orienta hacia la generación de conductas normativizadas, sobre la base de motivar la preferencia del comportamiento legal sobre el ilegal.

En los términos de este hilo argumental, nunca se insistirá de más en el llamado a no confundir la función jurídica de generar conductas legales con la función ético-moral de construir personas dignas de aprecio o, para decirlo en la jerga filosófica, personas moralmente autónomas.

Todo lo anterior viene a cuento por el impacto movilizador en los funcionarios de carrera y el personal del INE, suscitado por la aprobación, el 8 de febrero de 2019, del nuevo Código de Ética por parte del Consejo General, en sustitución del aprobado en 2017.

El Código en cuestión consta de 28 cuartillas, a lo largo de las cuales, bajo los apartados de principios rectores, valores y reglas de integridad, se despliega un paquete nada simple de 145 conductas. Por si el énfasis conductista no fuese suficiente, el transitorio 4 del Acuerdo instruye la emisión de un Código de Conducta en un plazo no mayor de 120 días, con el propósito explícito.

Por si lo anterior no fuese suficiente, el documento estipula un cuarto transitorio que mandata la emisión de un Código de Conducta en un plazo no mayor de 120 días, para especificar de manera puntual y concreta las situaciones en que se aplicará el Código de Ética.

Al buen entendedor, de este modo, pocas palabras. Lamentablemente, con conocimiento o sin él, el Código de Ética del INE entraña la renuncia tácita a la seducción de la conciencia moral y el cultivo del aprecio personal; y, por el contrario, entraña la apuesta explícita a enfocarse en el gobierno de las conductas de los funcionarios y el personal.

Al extremo, si las 145 conductas formalizadas en el mal llamado Código de Ética servirán de base a un número probablemente mayor de conductas en el Código de Conducta por emitir, lo que hay por delante, y dicho con todas sus letras, es un instrumento jurídico con pertinencia práctica y miras estrictamente sancionatorias.

En una coyuntura signada por la corrupción, ciertamente, dista mucho de ser desdeñable cualquier esfuerzo para incrementar los medios disuasivos y sancionatorios. En cambio, resulta inadmisible vender gato por liebre. Si al INE le hacen falta disposiciones jurídicas o reglamentarias para enfrentar el problema de la corrupción, lo conducente es enfocarse a su creación.

Igualmente cierto resulta que el gobierno de las conductas, en el mejor de los casos, produce conductas rectas o legales, pero difícilmente construye buenas personas. El imperativo de seducción de la conciencia moral reclama medios propiamente morales: la vivencia de los valores y el desarrollo de habilidades para resolver conflictos y dilemas significativos de la cotidianidad laboral.

Preocupa y, sobre todo, enoja la ignorancia y el simplismo con que el INE entiende y gestiona su propio desafío ético. Quizás sea tiempo de evaluar los rendimientos del Programa de Formación y Desarrollo Profesional, que contemplan el Módulo Ético-Institucional, y el papel de la Dirección Ejecutiva del Servicio Profesional Electoral Nacional (DESPEN). Para nada es una buena noticia que el cumplimiento de la política de integridad esté a cargo del Órgano Interno de Control.

Es tiempo de que el INE se plantee con seriedad la interrogante ¿qué tipo de Código de Ética requiere para atender el desafío de su reputación precaria, sancionatorio, pedagógico o inspirador? Por de pronto, es evidente que hoy se encuentra instalado en el peor de los mundos posibles: un Código sin Ética.

*Analista político

*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo

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